viernes, 26 de abril de 2013

                                            Noche de Epifanía
                                                                                 Abelardo Castillo




Querido querido Jesús Dios mío, perdóname que te lo cuente a vos justamente esta noche que debe ser un lío con todo lo de los chicos pobres y del África pero como ya escribí la carta de Matías no creo que esto lo pueda arreglar otra persona porque re­cién oí dar las doce y ellos ya deben andar por acá y capaz que lo traen, perdóname también que te diga de vos y no de tú como cuan­do rezo, pero si me pongo a pensar las palabras finas con el sueño que tengo voy a hacerme un matete o voy a parecer la tía Elvirita cuando se las quiere dar de educada. Me imagino que sabés que te habla Carolina, la hermana de Matías, pero por si acaso te lo cuen­to como le dice papá a mamá que hay que contarles las cosas a los hombres, como si fueran tarados, vos contame las cosas como si yo fuera tarado y no me vengas con sobrentendidos. Matías vos sabés que es medio loco pero yo lo quiero porque tiene cinco y es lindísi­mo y es mi hermano, aunque al principio lo quería menos porque se hacía pis encima y se cagaba todo, vos perdóname pero no te voy a decir que se hacía po po, como la tilinga de Elvirita, y de todas maneras ahora apenas se caga de vez en cuando porque ya aprendió a sacarse los pantalones solo. Lo que más me gusta son los ojos que tiene, que parecen esos papeles celestes medio plateados de los ramos de flores, y también me gustan esos dientes parejitos que la verdad no sé para qué te salen tan parejos si después se te caen y te vuelven a salir y encima te crecen para cualquier lado y parecen se­rrucho, pero cuando se te caen éstos sí que estás frita como la abuela que se olvida la dentadura en cualquier parte y cuando yo era más chica y no sabía cómo era ese asunto de los dientes postizos casi me muero de la impresión cuando me los encontré en la pileta del baño. No sé cómo vine a parar acá pero lo que quería decirte es que a Matías yo no le puedo negar nada, y por eso escribí la carta. Ese chico la tiene completamente dominada, dice mamá, ese chico es la piel de Judas pero su hermana es el brazo ejecutor. Y siempre cuen­ta la vez que él me hizo quemar los zapatos de presillas. Como a lo mejor es un pecado y nunca lo confesé te lo digo a vos directamente para que me perdones directamente. Matías odiaba esos zapatos de presillas que son iguales para nosotras y para los varones, y tenía razón, si no me gustaban ni a mí, y como el pobre tenía cuatro y era tan chico que ni sabía prender un fósforo me hizo traer alcohol fino, o lo del alcohol fue una idea mía, no sé, y me dijo Carolita linda, quemalos. Lo que pasa es que te mira con esos ojos redondos y celestes que parecen bolillones y quién le niega nada, cómo te vas a negar a escribirle una carta a un chico que no sabe escribir y que se empaca en no decirle a nadie lo que quiere para el día de los reyes ni nunca pensó que a lo mejor los reyes son los padres. No es que yo esté muy segura, pero si no son los padres para qué necesitan saber qué pedís, y lo malo es eso, Jesús querido querido, lo malo es que ahora no estoy nada segura, porque si los reyes no son una de esas macanas que inventan los grandes para que después la vida te desilusione, como dice Elvirita que tiene como veinticinco años y ya se quedó soltera, si los reyes son los reyes y son magos, vos no sabes, Jesús querido hijo de la santísima Virgen, lo que va a pasar en esta casa mañana a la mañana cuando se despierten, o dentro de un rato, porque a mí me parece que ya se lo trajeron. Y ahora que lo pienso esto tendría que estar contándoselo a la Virgen, que como es mujer y madre por ahí entiende mejor que vos este tipo de pro­blemas de familia, pero ya que empecé no puedo cambiar de caba­llo en la mitad del río, como dice papá. Hace una semana que le andan dando vueltas, qué vas pedir para el día de los reyes, Matías, qué te gusta, un trencito, un videojuego, uno de esos para armar casitas. Matías nada. Decinos qué pediste, Matías, querés un trici­clo. Nada. Los reyes saben lo que quiero. Sí, Matías, pero igual tenés que contarnos para que te ayudemos a pedir nosotros. Matías nada y que si el regalo es para él no precisa que nadie se meta, y ellos mirá cómo Carolita nos dijo que pidió una bicicleta para que nosotros también pidamos con ella, y él a mí qué me importa Carolita el regalo es para mí y ellos son magos y saben todo. Y yo creo que es cierto que saben todo, porque desde hace un rato tengo la impresión de que ya se lo trajeron pero no pienso prender la luz ni abrir los ojos, debe medir como siete metros, y lo peor es que la carta de Matías la escribí yo. Pero no sólo a mí me tiene dominada, también a la abuela y a mamá. Me acuerdo la vez que me vio sin bombachas y se puso a llorar y a gritar como desesperado que yo no tenía pito, que lo había perdido o me lo habían cortado o qué sé yo qué burradas y mamá casi se desnuda para mostrarle que las mujeres no necesitamos ningún pito, hasta que papá le dijo pero qué estás haciendo, Mecha, te volviste loca. Y mamá dijo qué le va a pasar al chico si me mira, degenerado, o no te das cuenta que cree que han mutilado a la nena. Pero se va a impresionar, Mecha, decía papá. Cómo se va impresionar a los cinco años, cómo un inocente de cinco años se va a impresionar de su propia madre. Entonces la abuela dijo algo del bello público y ahí medio que me perdí. Tu marido lo dice por el bello público, dijo la abuela, y mamá se calmó de golpe, pero Matías seguía llorando como un huérfano y no había modo de convencerlo, o sea que los tiene dominados a todos, no a mí sola. Mamá dijo me depilo, y papá dijo ¡Mecha! y la abuela que es viejísima y por eso sabe más dijo hacé que te toque y listo, con los pantalones que usás se va a dar cuenta enseguida, y la verdad que no me acuerdo cómo terminó porque cada vez tengo más sueño. Sí, Jesús querido de mi corazón, ya sé que estás esperando que te cuente lo de la carta, pero si no te explico los pormenores, como dice papá cuando discute con mamá, vos, Mecha, explicame bien los por­menores y no me andes con evasivas, si no te explico sin evasivas los pormenores de mi casa y cómo es mi hermano Matías cuando se empaca, cómo te explico lo de la carta. Porque al final le dijeron que escribiera una carta, y él que cómo iba a escribir una carta, tiene razón el pobre chico, si apenas cumplió cinco y es analfabeto, y ellos vos díctanos Matías y mamita o la abuela o Elvirita la escriben, y él que le compren un mecano y se vayan todos a la mierda, vos per­dóname Jesús pero Matías no tiene mucho vocabulario, no como yo que todos se admiran del vocabulario que tengo y a lo mejor fue por eso que él me lo pidió a mí. Escribime la carta, Carolita linda, y me hizo jurar con los dedos en cruz que no se lo diga a nadie o me caigo muerta y cómo le voy a negar nada cuando me mira con esos ojos o será que salí a mi madre, como dice papá, y tengo el sí fácil. Sí, le dije, dictame. Vos poné señores reyes magos, y yo le dije mejor pongo queridos, y Matías vos poné señores y que lo quiero a rayas. Pero mirá que yo leí en Lo sé todo que algunos miden como siete metros, contando la cola miden como siete metros. Fenómeno, dijo Matías, cuáles son los mejores. Los de Bengala, dije yo. Entonces poné queridos y que lo quiero de Bengala y poné que sea de verdad, dijo Matías, a ver si me traen uno de esos de paño lenci para tara­dos, y lo que yo creo Jesús de mi corazón es que ya se lo trajeron, lo oigo respirar entre mi cama y la de Matías, debe ser afelpado, debe ser tan hermoso, oigo cómo abanica suavemente su cola sobre la alfombra, ay lo que va ser mañana esta casa, lo que va a ser dentro de un rato cuando yo me duerma y papá entre a dejar mi bicicleta y el mecano de Matías, y por favor, cuando me castigues, acordate que me acordé de los chicos pobres y del África.

Fuente: Abelardo Castillo, El espejo que tiembla, Ed. Seix Barral
                                                        Para Lola
                                                                                    Betiana Rodriguez Usandizaga



Un amor distinto, nuevo, blanco.
Inmenso. Incondicional.
Una pregunta: ¿Qué te doy?
Vos enseñas tanto cada día...
La importancia de un abrazo,
el valor del tiempo (el que tenemos y el que no),
lo fácil que es ser feliz bailando,
lo simple que es reir,
que el mundo es una sorpresa si el alma es inocente,
que las manos de otro son seguras si uno confía,
que la prioridad es jugar, donde sea y con quien quiera.
Que los golpes se curan con besos,
que los besos se dan cuando uno quiere,
que no existen ataduras, compromisos ni posturas,
sólo ganas.

Probablemente el tiempo, el mundo y los adultos hagamos que algunas de esas cosas
se pierdan o  adormezcan.
Por mi parte, espero poder trasmitirte que no resignes nada de eso, que des pelea.

Que seas inteligente, no perfecta.
Que seas educada, no sumisa.
Que ames intensamente, pero no ahogues.
Que seas responsable, pero de tus actos.
Que seas amiga de tus amigos.
Que estés cuando haga falta.
Que el miedo no te paralice.
Que la vida no se vuelva un drama o una obligación.
Que andes liviana, como ahora.
Y feliz, como ahora.


Y que sepas:
Que preguntar es un signo de ignorancia, pero también el camino para saber.
Que para que se produzca la música son necesarios los silencios.
Que un buen libro es una gran compañia.
Que divertido proviene de diversidad.
Que los límites son bordes para no caerse.
Que son prepotentes quienes no llegan a la potencia.
Que la lástima lastima.
Que la culpa es el opuesto a la responsabilidad.
Que se somete quien no se anima a decidir.
Que la libertad cuesta caro, pero más caros son los analistas.

Si algo de esto se cumpliera estaré en condiciones de afirmar que algo he podido
darte y que la tarea más hermosa y más difícil que he emprendido en la vida ha sido realizada: Ser tu mamá.

lunes, 15 de abril de 2013

LA GALLINA DEGOLLADA

Horacio Quiroga



Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro
hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre
los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían
inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba
tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora 
llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos
se animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la
misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si
fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando
al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia,
y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del
patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de
idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio 
y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su
estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir
mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que 
esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de
un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin
esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce 
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, 
bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes 
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente 
no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención 
profesional que está visiblemente buscando la causa del mal, en las
enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
instinto; pero la inteligencia, el alma, aún el instinto, se habían ido 
del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, 
muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

--¡Hijo, mi hijo querido!--sollozaba ésta, sobre aquella espantosa
ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

--A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá
mejorar, educarse en todo lo que permita su idiotismo, pero no
más allá.

--¡Sí!... ¡sí!...--asentía Mazzini.--Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que...?

--En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a
su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. 
No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló su amor 
a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo
asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más
profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza 
de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron 
el porvenir extinguido. Pero a los diez y ocho meses las convulsiones 
del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su 
sangre, su amor estaba maldito! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho 
años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a 
crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia 
como en el primogénito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamadaras de dolorido amor, un
loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su
ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el
proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y 
Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del 
limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto 
mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. 
Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse 
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse 
de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, cuando veían colores 
brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y 
ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta 
facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluído la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese
momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía
en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las
cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa
necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: _tus_ hijos. Y como a más 
del insulto había le insidia, la atmósfera se cargaba.

--Me parece--díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se
lavaba las manos--que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo, como si no hubiera oído.

--Es la primera vez--repuso al rato--que te veo inquietarte por el
estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

--De nuestros hijos, ¿me parece?

--Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así?--alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

--¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

--¡Ah, no!--se sonrió Berta, muy pálida--¡pero yo tampoco, supongo!...
¡No faltaba más!...--murmuró.

--¿Qué no faltaba más?

--¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es
lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

--¡Dejemos!--articuló, secándose por fin las manos.

--Como quieras; pero si quieres decir...

--¡Berta!

--¡Como quieras!

Este fué el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las
inevitables reconciliciones, sus almas se unían con doble arrebato y
locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los
padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña 
llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, 
al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo 
la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. 
A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición 
de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores
de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo 
para que el vaso no quedara distentido, y al menor contacto el veneno 
se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse 
perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado 
con cruel fricción, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían aún por la común falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor
la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los
acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda
remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de
las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o
quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fué, como casi siempre,
los fuertes pasos de Mazzini.

--¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...

--Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

--¡No, no te creo tanto!

--Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti...¡tisiquilla!

--¡Qué! ¿qué dijiste?...

--¡Nada!

--¡Si, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que
prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

--¡Al fin!--murmuró con los dientes apretados.--¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!

--¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos!
¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los
de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez:

--¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de
Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la
ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con
todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente, 
una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto 
hiriente fueron los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba, escupió
sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, su gran
culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir
una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándola
con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración
tras ella. Volvióse, y vió a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...

--¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas
de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa
horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los
raptos de amor a su marido e hija, más irritable era su humor con los
monstruos.

--¡Que salgan, María! ¡Echelos! ¡Echelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fué a Buenos Aires,
y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron,
pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija
escapóse en seguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco.
El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos
continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta.
Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar,
eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero
faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie
apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos
tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para
alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz
insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su
hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando
cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La
pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a
horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de
la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le
dieron miedo.

--¡Soltáme! ¡dejáme!--gritó sacudiendo la pierna. Pero fué atraída.

--¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá!--lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

--Mamá, ¡ay! Ma...--No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida
segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

--Me parece que te llama--le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero,
Mazzini avanzó en el patio:

--¡Bertita!

Nadie respondió.

--¡Bertita!--alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fué tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.

--¡Mi hija, mi hija!--corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al
pasar frente a la cocina vió en el piso un mar de sangre. Empujó
violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oir el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al
precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:

--¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a  lo largo de él  con un
ronco suspiro.


miércoles, 27 de marzo de 2013


El Despertar 

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Esas lágrimas rodando por su mejilla fueron la señal inconfundible de que había pasado el tiempo.

Aquella mañana se despertó como de costumbre sobre el lado izquierdo de la cama,  agotada, con los párpados hinchados y la sensación de no haber dormido casi nada. Hacía exactamente cuatro años desde que su marido la había dejado, según ella de la única manera que él hubiese podido hacerlo, muriendo. Todavía era una mujer joven y no era fea, pero estaba  opaca y marchita.

Desde la cama miró su cuarto, las camisas de su esposo seguían colgadas en el ropero,  tal vez hoy las planche de nuevo, pensó. Repasó con la vista cada detalle. Sobre la mesa de luz del lado derecho estaba el libro que él no pudo terminar de leer, con la hoja marcada como lo había dejado y sus anteojos.

Sin ganas decidió levantarse, sus músculos acusaban recibo de las noches de insomnio. De todas formas no hizo caso a eso, debía apurarse, había misa  y ella no podía faltar sobretodo en esa fecha. Por otra parte, ir a la iglesia y jugar a la canasta con unas vecinas una vez por semana, se habían transformado en su única salida.

La abrazó el sol ni bien abrió la puerta. Era principios de noviembre, la primavera empezaba a dar lugar a un verano que se perfilaba fatídico y que llegaba tempranamente. En su trayecto cruzó mujeres que lucían faldas y escotes. Algunos hombres del pueblo, galantes, la saludaron: ¡qué descarados, dijo en voz baja, acaso se olvidan  que estoy casada! Cruzó la plaza, su mirada se detuvo un largo rato en una pareja de enamorados que no escamoteaban besos.

Al fin llegó a la iglesia, ruborizada. Se persignó y se acomodó como siempre en una de las primeras filas. Ya sonaban las últimas campanas.

 Nunca supo en qué momento fue que empezó a sentirse rara, el calor con el que había llegado no se disipaba, y eso que se sentó al lado de uno de los ventiladores de pié. No podía concentrarse en las palabras del cura, lo miraba enfervorizado dando su sermón pero no entendía nada de lo que decía. Estaba empapada de transpiración.

Pensó que su presión le estaba jugando una mala pasada, también con este calor, razonó. Puso un caramelo en su boca y sacó un pañuelo que guardaba en el puño de su camisa,  pero este no le sirvió de nada, seguía  sudando y  empezó a temblar.

Las imágenes en su cabeza tomaron un ritmo vertiginoso, ya no veía más al cura, ni a la vieja que tocaba el piano, sólo recordaba las caras de aquellos hombres que había cruzado en la calle, sus miradas, sus guiños. También de las mujeres, los colores brillantes de sus ropas, el ruido de sus pulseras. Y los cuerpos de los amantes que había visto  en la plaza, los besos, las manos ágiles y exploradoras.

El cura levantaba el cáliz cuando sintió un vértigo que  ya  había olvidado que se sentía, ese cosquilleo intenso. Miró su pollera larga, su camisa gruesa, la ropa la apretaba, la asfixiaba. No había manera de contener el cuerpo.

Sus músculos se tensaron, una presión la empujó hacia arriba y estremeciéndola, la atravesó certeramente. Un grito ahogado la sacudió, saltó como un resorte de su asiento y sin mirar a los costados, corrió hacia la puerta.

Se detuvo frente a la calle, perdida, loca. El pueblo estaba quieto, casi todos estaban en  la iglesia. Las calles vacías. Huyó a su casa.

Recién en ese momento se dio cuenta que las macetas de la entrada tenían todas las plantas secas. Abrió la puerta y entró, extraña, como si esa casa fuera de otro. Adentro el aire era espeso pero con ella se había colado el sol, y siguiendo el compás de sus palpitaciones su cuerpo empezó a moverse.

Observó los muebles viejos, pesados, el saco de su marido en el perchero, su maletín en la mesita de al lado.

Fue un instante eterno. Al fin se soltó el pelo y advirtió conmovida que allí el tiempo se había detenido. Pero no en su cuerpo. Aquel cuerpo que creía olvidado se había despertado y le gritaba que ella estaba viva.

Ese día supo que no podía continuar como si el no hubiera muerto, horrorizada ante cualquier indicio que le recordara su ausencia. Era demasiado, ya no resistía tremendo peso.

Repasó uno por uno los momentos compartidos, los sintió, los abrazó y se decidió a perderlos.  Una inmensa tristeza la envolvió y por primera vez pudo llorarlo.

Esas lágrimas como baldazos de agua limpia arrastraron algunos recuerdos y fue así, por fin, recordando, que había empezado a olvidar.

miércoles, 20 de marzo de 2013


Embretao

 
                                                                                        Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Decí, por Dios, qué me has dao

que estoy tan cambiao,

no sé más quién soy...

No ves que estoy embretao,

vencido y maniao

en tu corazón..!

Enrique Santos Discépolo. (Malevaje)

 

 

 

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá. Parece que fue ayer cuando nos conocimos.

Estábamos igual. Vos nerviosa y yo también. Supongo que tus nervios eran porque venías del campo a una ciudad desconocida y de yapa a un trabajo nuevo.

Yo ya trabajaba en la fábrica de Don Esteban cuando llegaste, y por ese entonces el dolor me destrozaba las tripas, mi vieja se había muerto y ese hombre, a quien ya no consideraba padre, me había desquerenciado. La muerte de a poco se la fue tragando como quien disfruta de un postre y él, que no tenía contra quien pelear para deshacerse de la bronca, se las agarró conmigo porque era el que andaba por ahí. Ya se había ocupado de que no quedara nadie cerca de mamá, se había peleado con la poca familia que teníamos y ella, pobre, siempre había bajado la cabeza y lo aguantaba. Conmigo no pudo porque aunque hizo lo imposible, nunca le dí el regalo de dejarla. En el tiempo que  estuvo enferma le fue fácil  pegarme patadas en el orgullo porque yo andaba desesperado queriendo robarle a la parca el poco cuerpo que de la vieja quedaba, cómo no lo iba a hacer si era lo único que yo tenía. Sos un inútil, me decía, mujer tendrías que haber salido si te gusta tanto hacer de enfermera. Yo me hacía el sordo pero no te voy a negar que lo sentía. Respiraba hondo y pensaba en  mamá. Ella se había ocupado de mi toda su vida, cómo no iba a estar  en su muerte. Si de pibe, cuando el guiso era poco, me daba su plato aunque mi viejo me clavara encima sus ojos helados. Siempre fueron así los ojos de mi papá, me miraba de lejos, quieto y mudo y a mi me daba un frío triste en el cuerpo. Con el paso de los años me hice más alto que él y ese frío se fue transformando en fuego, un fuego que quemaba a las noches cuando me dejaba afuera de la pieza y el único ruido que se oía era su respiración y los quejidos del catre. Después salía abrochándose el pantalón, con un cigarrillo prendido en la boca y una sonrisa burlona. Se acercaba despacio y me pellizcaba fuerte el brazo. Cuántas veces la pobre vieja me agarró para que no le ensarte una trompada, harto de mis moretones y de los de ella. El me decía: mirá el nene de mamá, ¡qué idiota! Y se reía. Se reía  bestialmente.   

Cuando se enteró que estaba enferma se volvió todavía más loco. No quería que la cuidase ni que le rondara la cama,  como si en vez de la muerte fuera yo el que se la quería quitar. Y cuando mamá se fue, estaba tan furioso que ni un abrazo quiso darme antes de decirme que hiciera de cuenta que el también se había muerto y que no pisara más la casa.  En ese instante, al ver sus ojos helados y sus manos cerradas supe que para él yo me había muerto con  ella y que en ese momento, apoyado en la puerta de la pieza, me estaba enterrando.

 

 

 

El patrón te presentó. Tenías la cabeza gacha, las manos juntas como  tapándote la panza y la vista fija en los zapatos. No sé si te acordás pero en un momento me miraste y yo supe que tenías ganas de llorar.  Eras casi una nena, pecosa y medio rubiona, y a mi me dieron tantas ganas de abrazarte para llorar juntos que no pude dejar de seguir tus pasos. Caminabas como con miedo, tus huesitos eran tiernos, y a mi me agarró un amor tan fuerte por vos que no pude controlarlo más. Nunca hablamos de aquel encuentro pero  la tristeza que adiviné en tus ojos me la confirmaste después, cuando me dijiste que habías venido a Buenos Aires porque en tu pueblo de provincia el hambre se comía a las personas.

Fue todo muy rápido, como si nos conociéramos de toda la vida. Yo me hacía el forzudo  para llamarte la atención y a vos eso te daba risa y te hacías la molesta pero a la final me daba cuenta que te gustaba. Al poco andar te dije de casarnos porque vos no querías pasar de los besos y a mi tocarte a los apurones en la puerta de la pensión ya me dolía.

Fueron buenos tiempos, ¿te acordás de eso no cierto, rubia? Una mirada alcanzaba para adivinar lo que pensábamos. Yo a la mañana no tenía que hablarte fuerte porque te aturdía y vos entendías que a la noche mi cuerpo te necesitaba. Nunca una discusión, jamás un sí y un no. Nos despertábamos juntos, íbamos a trabajar y cuando volvíamos mientras vos preparabas la comida yo ensillaba el mate. La pasábamos bien, rubia, vos sabés que fuimos felices.  

Cuándo empezaste a cambiar no lo supe nunca. Te miro y hago memoria pero no lo sé. Fue tan de a poco que no llegué a darme cuenta del principio.

A la vuelta del trabajo me hacías parar veinte veces a mirar vidrieras, de golpe te gustaban los zapatos caros, para qué, si con los negritos te alcanzaba y hasta tenías los nuevos para salir.  Te encontré varias veces mirándote de reojo en el espejo de la pieza, sonriendo. ¿Qué cosas pasarían por tu cabeza? Me ponías tan nervioso. También me dejaste solo con los mates de la mañana, ocupada en otras cosas, este color no me combina, necesitaría un bolso más grande. Estúpida te me pusiste de pronto.  

Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que por tanto mirarte dejaste de reconocerme. Que siempre andaba vestido como un croto, que no te llevaba a pasear por ningún lado, que me había vuelto imposible de aburrido. Empezaste a repetir que éramos distintos y éso, no puede ser cierto.

Para rematarla cambiaste de trabajo. Que la fábrica te cansó, que te querían en una tienda para atender al público, y que ahora te gustaba leer y ahí ibas a tener más tiempo. Más tiempo para qué, te preguntaba yo, si al contrario, cada vez teníamos menos  porque cuando yo me levantaba vos dormías y el mate de la tarde me lo tenía que ensillar solo porque vos no estabas y la comida era comida, a veces.

Que empecé a tomar más seguido te lo admito. Pero vos en vez de pedirme que afloje con el tinto  bufabas y te ibas. Te quejabas porque tenía olor a bebida y no dejabas que te toque,  a mi eso me ponía muy mal. Me alteraba la idea de perderte, y lo sabías, sí, porque yo te lo decía, una y mil veces te pedí que te quedaras al lado mío. Pero vos te hacías la estrecha y te me escabullías. ¿Qué tenía que hacer para que me escucharas? Si no sé decir las cosas de otra forma… yo me crié en un conventillo donde las palabras eran pocas. Vos te empezaste a burlar de eso, repetías que no entendía nada, que el mundo es otra cosa, que vos ahora sí lo conocías.

No había necesidad de tanto cambio, rubia, pero te empecinaste.  Te me fuiste escapando, y eso no me gustaba ni medio, no sabés que fiero es que te dejen de querer. Ni idea tenías del odio que me empezó a hervir adentro. No entendí que bicho te picó, de buenas a primeras  pasé a ser el bruto, el ignorante. Yo, que fui el que te dio lo poco que tuviste pasé a ser menos que una sombra  en la pared.

Jamás te enteraste pero estuve noches enteras sin dormir, viéndote tranquila en tu sueño, queriendo saber lo que soñabas, queriendo leer tu mente.  Loco, como nunca,  tomando vino para que mis músculos se aflojen y mis puños dejen de apretarse.

Le erré en seguirte esa tarde hasta la tienda pero no creo que fuera para que te ofendieras tanto. Que soy un idiota y desconfiado me dijiste y después no me hablaste más por dos días. Qué fue lo malo si todo lo que hacía era seguirte y respirar tu aire. Yo no más quería que fuéramos uno de nuevo como en los viejos tiempos, como antes que éramos tan iguales….Así te lo dije casi llorando y vos me contestaste que mi cara de ternero degollado daba risa.  Y sentí tanto odio, tanto… Yo, que te quería más que a mi vida lo único que buscaba era que me miraras bien, que me abrazaras y que no te rieras de mí. No te tenías que reír.

No sé bien que pasó,  te quise agarrar y tocarte para que te acuerdes quien soy,  pero te diste vuelta y repetiste que no me soportabas, una vez, dos, y no pude parar.

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá.

Estás quieta con los ojos abiertos y la mirada helada, brota sangre de tu cabeza y el martillo en mi mano tiembla.

Te dije que no había necesidad de tanto cambio. Si somos iguales, y así estamos. Vos bañada en sangre y yo también.

Legado


Legado

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Mi abuelo un día decidió matarse, dicen que había descubierto que estaba enfermo. Yo siempre estaba con él y lo cuidaba. Pero ese día no.

 Era un hombre alto, fuerte, de expresión recia y de genio duro, pero con unos ojos tan verdes y luminosos que cuando uno los miraba podía asomarse a lo más profundo de su alma. En ellos encontraba a un niño travieso, sagaz, y al que le gustaba mucho divertirse. Era noble, un hombre honesto y tan fiel a sus principios que en el momento que le diagnosticaron cáncer supo que no iba a esperar a que la muerte viniera a buscarlo, no permitiría que lo doblegara el dolor y que los ojos de sus seres queridos vieran su decadencia.

El día que se colgó era un día como cualquiera. Almorzó en silencio y anunció que se iba a dormir la siesta, como siempre. Mi abuela y una prima que estaba ese día en la casa ayudándola  porque yo me había ido y a ella le costaba moverse, limpiaron la cocina y conversaron un buen rato. Luego se acostaron. El no dormía, esperaba.

Cuando su esposa concilió el sueño, se preparó. Se vistió con la ropa usual y antes de cruzar la puerta de la habitación volvió la mirada hacia su mujer. Cuánto tiempo había pasado desde que la conoció vestida de rojo en el andén de una estación de ferrocarril, deslumbrado había quedado frente a esa figura, alta, morocha, con unos ojos negros que brillaban tanto que enceguecían a quien los miraba. Más de 40 años, infinitos momentos, tiempos de soledad, de pobreza, y de tanto amor, dos hijos ya crecidos, algunos nietos.

La miró de nuevo,  ¡cuánto la amaba!,  su rostro ya tenía las marcas que el tiempo hace, sus piernas no andaban bien,  pero todavía era tan hermosa, y cuando dormía, aún más.

Era como si el sueño la trasladara, irradiaba una paz que en cuanto despertaba se desvanecía, inmediatamente empezaba a hablar y a moverse, la casa se llenaba de color, su voz chillona y su risa. Su risa. No le cabía la boca en la cara cuando se reía, lo hacía con un desparpajo que él adoraba. 

Ella se movió en la cama y lo sacó de su ensueño. Ya era el momento, si  despertaba y lo tocaba él  no iba a poder separarse de su cuerpo nunca más. Despacio se acercó un poco, sintió su olor, su calor, respiró su aliento y la miró por última vez.

Cruzó la puerta, atravesó la casa. El comedor con la mesa grande, punto de reunión de la familia. En ese lugar habían estado todos, se acordó del día en que su hijo mayor, mi papá, anunció que se casaría. Después pasó por la cocina, tan íntima y llena de recuerdos, pero no se detuvo, no había tiempo. Cruzó el patio, miró las azaleas que crecían como yuyo y  como un fogonazo le vino a la mente la imagen de sus hijos y de sus nietos jugando, sus gritos.  

Al fin llegó al galponcito. Un lugar que le era tan propio como el dolor que en ese momento le punzaba el pecho. Recuerdo el día que me encontró hurgueteando entre sus cosas, nadie entraba en su terreno, era su lugar privado pero yo que siempre había vivido con ellos, no pude resistir la tentación. No sé si por ser la nieta mayor o porque nos unía la misma tozudez me fue permitido ese privilegio. Ahí pasábamos horas, se divertía con mi presencia porque, como el decía, llevaba su misma locura en la cabeza. Debe haber sido por eso que nos unimos y nos quisimos tanto.

Ese era el lugar donde se escapaba cuando los problemas asediaban, allí guardaba sus tesoros, sus herramientas y un auto ya viejo pero que había participado de toda la vida familiar. Fue por eso que nunca quiso venderlo aunque mi abuela cada vez que se acordaba ponía el grito en el cielo. En ese auto me llevó mi primer día de escuela, yo estaba tan nerviosa que supongo que por eso  me hice pis y mojé el tapizado. Pensé que iba a retarme  pero no, al contrario, me abrazó, me dijo que me quedara tranquila y me llevó a tomar un helado. Llegué tarde ese día a clases pero tan feliz que no me acordé más que estaba nerviosa. El nunca contó ese episodio, ni siquiera a mi abuela, supo de mi vergüenza y la respetó, pero cada vez que alguien halagaba su coche me miraba, cómplice, y reía.  Estoy segura que en el momento en que se despedía se acordó de eso y que por última vez sonrió antes de que la cuerda en su cuello lo oprimiera. 

Como ya dije ese día yo no estaba en la casa, una prima de el había ido a acompañarlos en mi ausencia. Fue ella quien lo encontró.   

Sé que de haber sido otro el día lo hubiera hallado yo. También sé que me quiso mucho y que por eso en su último acto, una vez más, intentó cuidarme.

Me enojé  cuando supe lo que había hecho, pero algo calma  mi bronca y es tener casi la certeza de que eligió ese día pensando en mí, en mi dolor,  y en la manera en que fuera menos doloroso si él evitaba que yo lo encontrara y que su imagen colgando de una cuerda quedara para siempre en mi memoria.  

Lo que no pudo evitar fue  la sensación que desde ese momento me invade y que marcó mi vida definitivamente, el impulso irresistible a estar siempre presente.

Olor a encierro


Olor a encierro

 

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

A ella la crió su madre, una mujer de facciones duras y siempre vestida de negro, con ojos de zorro y mirada inquisidora, que le repetía todos los días  que su deber iba a ser acompañarla  como un designio inapelable.

Nada hubo en la vida de ninguna que fuera digno de mención, sólo sabían del paso del tiempo por las hojas arrancadas día tras día de un almanaque que colgaba en la pared de la cocina y por la pesadez de sus cuerpos que sumaban años. A medida que el cuerpo de la madre  se achicaba  su  mirada era más punzante, su espalda más rígida, parecía un hierro, tan dura y oscura. Ella, en cambio, se fue encorvando, parecía siempre a punto de quebrarse. Pequeña, frágil,  con las manos frías y la voz empañada  se dedicó a cuidarla con un esmero enloquecedor.

Una vez un hombre intentó amarla, a ella, la de las manos frías, pero asustada cerró todas las ventanas para que el ruido de la calle no la despertara. Eran postigos viejos pero tan sólidos que adentro no se escuchaba nada más que la respiración de ellas, la suya agitada, la de la madre un ronquido sordo.

Fue entonces que el aire se comenzó a llenar de un olor nauseabundo que fue invadiendo toda la casa, una mezcla rara de remedios y cuerpo enfermo. Llagas y ungüentos, vendas y sangre seca, piernas tullidas, medias pegadas en la carne.

La piel amarilla de su madre, sus quejidos, su sangre y su mierda colmaron todo el espacio.

No entraba luz en esas habitaciones, la humedad llenaba las paredes que habían empezado a descascararse como su piel.  La única claridad la proporcionaba una lámpara que alumbraba tanto como una vela, las sombras se hacían grandes y deformes, la silueta de su madre en la cabecera de la mesa, negra, inmutable. Y sus ojeras, las de ella, también grandes, deformes, otras sombras. Las dos quietas, y de fondo, el ruido de las agujas de un reloj exasperante.

Un día la vieja murió. Ella la encontró acomodada en su silla erguida y pálida como siempre. Tan igual que no supo de inmediato que estaba muerta.  Cuando  cayó sobre el cajón el último montón de tierra, corrió a abrir las ventanas de la casa para que el sol volviera. Pero las arañas trabajadoras y sus telas las habían sellado.

Ella seguía sintiendo aquel olor rancio de la enferma, fue por eso que prendió fuego a la ropa de su madre, sus sábanas y su colchón, se aferraba con firmeza a la esperanza de deshacerse de el. No quería sentir más la presencia de ese cuerpo entumecido y descompuesto. Pero ese olor no se iba, al contrario, cada vez  era más fuerte.

Desesperada quería hacerlo  desaparecer, hasta que contempló horrorizada que era imposible. El tiempo y su paso habían hecho marca.

El cuerpo que se estaba pudriendo era el suyo.