viernes, 26 de abril de 2013

                                            Noche de Epifanía
                                                                                 Abelardo Castillo




Querido querido Jesús Dios mío, perdóname que te lo cuente a vos justamente esta noche que debe ser un lío con todo lo de los chicos pobres y del África pero como ya escribí la carta de Matías no creo que esto lo pueda arreglar otra persona porque re­cién oí dar las doce y ellos ya deben andar por acá y capaz que lo traen, perdóname también que te diga de vos y no de tú como cuan­do rezo, pero si me pongo a pensar las palabras finas con el sueño que tengo voy a hacerme un matete o voy a parecer la tía Elvirita cuando se las quiere dar de educada. Me imagino que sabés que te habla Carolina, la hermana de Matías, pero por si acaso te lo cuen­to como le dice papá a mamá que hay que contarles las cosas a los hombres, como si fueran tarados, vos contame las cosas como si yo fuera tarado y no me vengas con sobrentendidos. Matías vos sabés que es medio loco pero yo lo quiero porque tiene cinco y es lindísi­mo y es mi hermano, aunque al principio lo quería menos porque se hacía pis encima y se cagaba todo, vos perdóname pero no te voy a decir que se hacía po po, como la tilinga de Elvirita, y de todas maneras ahora apenas se caga de vez en cuando porque ya aprendió a sacarse los pantalones solo. Lo que más me gusta son los ojos que tiene, que parecen esos papeles celestes medio plateados de los ramos de flores, y también me gustan esos dientes parejitos que la verdad no sé para qué te salen tan parejos si después se te caen y te vuelven a salir y encima te crecen para cualquier lado y parecen se­rrucho, pero cuando se te caen éstos sí que estás frita como la abuela que se olvida la dentadura en cualquier parte y cuando yo era más chica y no sabía cómo era ese asunto de los dientes postizos casi me muero de la impresión cuando me los encontré en la pileta del baño. No sé cómo vine a parar acá pero lo que quería decirte es que a Matías yo no le puedo negar nada, y por eso escribí la carta. Ese chico la tiene completamente dominada, dice mamá, ese chico es la piel de Judas pero su hermana es el brazo ejecutor. Y siempre cuen­ta la vez que él me hizo quemar los zapatos de presillas. Como a lo mejor es un pecado y nunca lo confesé te lo digo a vos directamente para que me perdones directamente. Matías odiaba esos zapatos de presillas que son iguales para nosotras y para los varones, y tenía razón, si no me gustaban ni a mí, y como el pobre tenía cuatro y era tan chico que ni sabía prender un fósforo me hizo traer alcohol fino, o lo del alcohol fue una idea mía, no sé, y me dijo Carolita linda, quemalos. Lo que pasa es que te mira con esos ojos redondos y celestes que parecen bolillones y quién le niega nada, cómo te vas a negar a escribirle una carta a un chico que no sabe escribir y que se empaca en no decirle a nadie lo que quiere para el día de los reyes ni nunca pensó que a lo mejor los reyes son los padres. No es que yo esté muy segura, pero si no son los padres para qué necesitan saber qué pedís, y lo malo es eso, Jesús querido querido, lo malo es que ahora no estoy nada segura, porque si los reyes no son una de esas macanas que inventan los grandes para que después la vida te desilusione, como dice Elvirita que tiene como veinticinco años y ya se quedó soltera, si los reyes son los reyes y son magos, vos no sabes, Jesús querido hijo de la santísima Virgen, lo que va a pasar en esta casa mañana a la mañana cuando se despierten, o dentro de un rato, porque a mí me parece que ya se lo trajeron. Y ahora que lo pienso esto tendría que estar contándoselo a la Virgen, que como es mujer y madre por ahí entiende mejor que vos este tipo de pro­blemas de familia, pero ya que empecé no puedo cambiar de caba­llo en la mitad del río, como dice papá. Hace una semana que le andan dando vueltas, qué vas pedir para el día de los reyes, Matías, qué te gusta, un trencito, un videojuego, uno de esos para armar casitas. Matías nada. Decinos qué pediste, Matías, querés un trici­clo. Nada. Los reyes saben lo que quiero. Sí, Matías, pero igual tenés que contarnos para que te ayudemos a pedir nosotros. Matías nada y que si el regalo es para él no precisa que nadie se meta, y ellos mirá cómo Carolita nos dijo que pidió una bicicleta para que nosotros también pidamos con ella, y él a mí qué me importa Carolita el regalo es para mí y ellos son magos y saben todo. Y yo creo que es cierto que saben todo, porque desde hace un rato tengo la impresión de que ya se lo trajeron pero no pienso prender la luz ni abrir los ojos, debe medir como siete metros, y lo peor es que la carta de Matías la escribí yo. Pero no sólo a mí me tiene dominada, también a la abuela y a mamá. Me acuerdo la vez que me vio sin bombachas y se puso a llorar y a gritar como desesperado que yo no tenía pito, que lo había perdido o me lo habían cortado o qué sé yo qué burradas y mamá casi se desnuda para mostrarle que las mujeres no necesitamos ningún pito, hasta que papá le dijo pero qué estás haciendo, Mecha, te volviste loca. Y mamá dijo qué le va a pasar al chico si me mira, degenerado, o no te das cuenta que cree que han mutilado a la nena. Pero se va a impresionar, Mecha, decía papá. Cómo se va impresionar a los cinco años, cómo un inocente de cinco años se va a impresionar de su propia madre. Entonces la abuela dijo algo del bello público y ahí medio que me perdí. Tu marido lo dice por el bello público, dijo la abuela, y mamá se calmó de golpe, pero Matías seguía llorando como un huérfano y no había modo de convencerlo, o sea que los tiene dominados a todos, no a mí sola. Mamá dijo me depilo, y papá dijo ¡Mecha! y la abuela que es viejísima y por eso sabe más dijo hacé que te toque y listo, con los pantalones que usás se va a dar cuenta enseguida, y la verdad que no me acuerdo cómo terminó porque cada vez tengo más sueño. Sí, Jesús querido de mi corazón, ya sé que estás esperando que te cuente lo de la carta, pero si no te explico los pormenores, como dice papá cuando discute con mamá, vos, Mecha, explicame bien los por­menores y no me andes con evasivas, si no te explico sin evasivas los pormenores de mi casa y cómo es mi hermano Matías cuando se empaca, cómo te explico lo de la carta. Porque al final le dijeron que escribiera una carta, y él que cómo iba a escribir una carta, tiene razón el pobre chico, si apenas cumplió cinco y es analfabeto, y ellos vos díctanos Matías y mamita o la abuela o Elvirita la escriben, y él que le compren un mecano y se vayan todos a la mierda, vos per­dóname Jesús pero Matías no tiene mucho vocabulario, no como yo que todos se admiran del vocabulario que tengo y a lo mejor fue por eso que él me lo pidió a mí. Escribime la carta, Carolita linda, y me hizo jurar con los dedos en cruz que no se lo diga a nadie o me caigo muerta y cómo le voy a negar nada cuando me mira con esos ojos o será que salí a mi madre, como dice papá, y tengo el sí fácil. Sí, le dije, dictame. Vos poné señores reyes magos, y yo le dije mejor pongo queridos, y Matías vos poné señores y que lo quiero a rayas. Pero mirá que yo leí en Lo sé todo que algunos miden como siete metros, contando la cola miden como siete metros. Fenómeno, dijo Matías, cuáles son los mejores. Los de Bengala, dije yo. Entonces poné queridos y que lo quiero de Bengala y poné que sea de verdad, dijo Matías, a ver si me traen uno de esos de paño lenci para tara­dos, y lo que yo creo Jesús de mi corazón es que ya se lo trajeron, lo oigo respirar entre mi cama y la de Matías, debe ser afelpado, debe ser tan hermoso, oigo cómo abanica suavemente su cola sobre la alfombra, ay lo que va ser mañana esta casa, lo que va a ser dentro de un rato cuando yo me duerma y papá entre a dejar mi bicicleta y el mecano de Matías, y por favor, cuando me castigues, acordate que me acordé de los chicos pobres y del África.

Fuente: Abelardo Castillo, El espejo que tiembla, Ed. Seix Barral
                                                        Para Lola
                                                                                    Betiana Rodriguez Usandizaga



Un amor distinto, nuevo, blanco.
Inmenso. Incondicional.
Una pregunta: ¿Qué te doy?
Vos enseñas tanto cada día...
La importancia de un abrazo,
el valor del tiempo (el que tenemos y el que no),
lo fácil que es ser feliz bailando,
lo simple que es reir,
que el mundo es una sorpresa si el alma es inocente,
que las manos de otro son seguras si uno confía,
que la prioridad es jugar, donde sea y con quien quiera.
Que los golpes se curan con besos,
que los besos se dan cuando uno quiere,
que no existen ataduras, compromisos ni posturas,
sólo ganas.

Probablemente el tiempo, el mundo y los adultos hagamos que algunas de esas cosas
se pierdan o  adormezcan.
Por mi parte, espero poder trasmitirte que no resignes nada de eso, que des pelea.

Que seas inteligente, no perfecta.
Que seas educada, no sumisa.
Que ames intensamente, pero no ahogues.
Que seas responsable, pero de tus actos.
Que seas amiga de tus amigos.
Que estés cuando haga falta.
Que el miedo no te paralice.
Que la vida no se vuelva un drama o una obligación.
Que andes liviana, como ahora.
Y feliz, como ahora.


Y que sepas:
Que preguntar es un signo de ignorancia, pero también el camino para saber.
Que para que se produzca la música son necesarios los silencios.
Que un buen libro es una gran compañia.
Que divertido proviene de diversidad.
Que los límites son bordes para no caerse.
Que son prepotentes quienes no llegan a la potencia.
Que la lástima lastima.
Que la culpa es el opuesto a la responsabilidad.
Que se somete quien no se anima a decidir.
Que la libertad cuesta caro, pero más caros son los analistas.

Si algo de esto se cumpliera estaré en condiciones de afirmar que algo he podido
darte y que la tarea más hermosa y más difícil que he emprendido en la vida ha sido realizada: Ser tu mamá.

lunes, 15 de abril de 2013

LA GALLINA DEGOLLADA

Horacio Quiroga



Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro
hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre
los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían
inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba
tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora 
llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos
se animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la
misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si
fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando
al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia,
y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del
patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de
idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio 
y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su
estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir
mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que 
esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de
un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin
esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce 
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, 
bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes 
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente 
no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención 
profesional que está visiblemente buscando la causa del mal, en las
enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
instinto; pero la inteligencia, el alma, aún el instinto, se habían ido 
del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, 
muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

--¡Hijo, mi hijo querido!--sollozaba ésta, sobre aquella espantosa
ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

--A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá
mejorar, educarse en todo lo que permita su idiotismo, pero no
más allá.

--¡Sí!... ¡sí!...--asentía Mazzini.--Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que...?

--En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a
su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. 
No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló su amor 
a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo
asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más
profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza 
de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron 
el porvenir extinguido. Pero a los diez y ocho meses las convulsiones 
del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su 
sangre, su amor estaba maldito! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho 
años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a 
crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia 
como en el primogénito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamadaras de dolorido amor, un
loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su
ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el
proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y 
Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del 
limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto 
mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. 
Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse 
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse 
de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, cuando veían colores 
brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y 
ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta 
facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluído la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese
momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía
en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las
cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa
necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: _tus_ hijos. Y como a más 
del insulto había le insidia, la atmósfera se cargaba.

--Me parece--díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se
lavaba las manos--que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo, como si no hubiera oído.

--Es la primera vez--repuso al rato--que te veo inquietarte por el
estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

--De nuestros hijos, ¿me parece?

--Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así?--alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

--¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

--¡Ah, no!--se sonrió Berta, muy pálida--¡pero yo tampoco, supongo!...
¡No faltaba más!...--murmuró.

--¿Qué no faltaba más?

--¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es
lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

--¡Dejemos!--articuló, secándose por fin las manos.

--Como quieras; pero si quieres decir...

--¡Berta!

--¡Como quieras!

Este fué el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las
inevitables reconciliciones, sus almas se unían con doble arrebato y
locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los
padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña 
llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, 
al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo 
la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. 
A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición 
de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores
de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo 
para que el vaso no quedara distentido, y al menor contacto el veneno 
se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse 
perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado 
con cruel fricción, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían aún por la común falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor
la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los
acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda
remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de
las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o
quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fué, como casi siempre,
los fuertes pasos de Mazzini.

--¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...

--Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

--¡No, no te creo tanto!

--Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti...¡tisiquilla!

--¡Qué! ¿qué dijiste?...

--¡Nada!

--¡Si, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que
prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

--¡Al fin!--murmuró con los dientes apretados.--¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!

--¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos!
¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los
de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez:

--¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de
Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la
ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con
todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente, 
una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto 
hiriente fueron los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba, escupió
sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, su gran
culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir
una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándola
con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración
tras ella. Volvióse, y vió a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...

--¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas
de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa
horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los
raptos de amor a su marido e hija, más irritable era su humor con los
monstruos.

--¡Que salgan, María! ¡Echelos! ¡Echelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fué a Buenos Aires,
y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron,
pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija
escapóse en seguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco.
El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos
continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta.
Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar,
eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero
faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie
apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos
tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para
alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz
insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su
hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando
cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La
pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a
horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de
la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le
dieron miedo.

--¡Soltáme! ¡dejáme!--gritó sacudiendo la pierna. Pero fué atraída.

--¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá!--lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

--Mamá, ¡ay! Ma...--No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida
segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

--Me parece que te llama--le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero,
Mazzini avanzó en el patio:

--¡Bertita!

Nadie respondió.

--¡Bertita!--alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fué tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.

--¡Mi hija, mi hija!--corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al
pasar frente a la cocina vió en el piso un mar de sangre. Empujó
violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oir el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al
precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:

--¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a  lo largo de él  con un
ronco suspiro.