miércoles, 27 de marzo de 2013


El Despertar 

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Esas lágrimas rodando por su mejilla fueron la señal inconfundible de que había pasado el tiempo.

Aquella mañana se despertó como de costumbre sobre el lado izquierdo de la cama,  agotada, con los párpados hinchados y la sensación de no haber dormido casi nada. Hacía exactamente cuatro años desde que su marido la había dejado, según ella de la única manera que él hubiese podido hacerlo, muriendo. Todavía era una mujer joven y no era fea, pero estaba  opaca y marchita.

Desde la cama miró su cuarto, las camisas de su esposo seguían colgadas en el ropero,  tal vez hoy las planche de nuevo, pensó. Repasó con la vista cada detalle. Sobre la mesa de luz del lado derecho estaba el libro que él no pudo terminar de leer, con la hoja marcada como lo había dejado y sus anteojos.

Sin ganas decidió levantarse, sus músculos acusaban recibo de las noches de insomnio. De todas formas no hizo caso a eso, debía apurarse, había misa  y ella no podía faltar sobretodo en esa fecha. Por otra parte, ir a la iglesia y jugar a la canasta con unas vecinas una vez por semana, se habían transformado en su única salida.

La abrazó el sol ni bien abrió la puerta. Era principios de noviembre, la primavera empezaba a dar lugar a un verano que se perfilaba fatídico y que llegaba tempranamente. En su trayecto cruzó mujeres que lucían faldas y escotes. Algunos hombres del pueblo, galantes, la saludaron: ¡qué descarados, dijo en voz baja, acaso se olvidan  que estoy casada! Cruzó la plaza, su mirada se detuvo un largo rato en una pareja de enamorados que no escamoteaban besos.

Al fin llegó a la iglesia, ruborizada. Se persignó y se acomodó como siempre en una de las primeras filas. Ya sonaban las últimas campanas.

 Nunca supo en qué momento fue que empezó a sentirse rara, el calor con el que había llegado no se disipaba, y eso que se sentó al lado de uno de los ventiladores de pié. No podía concentrarse en las palabras del cura, lo miraba enfervorizado dando su sermón pero no entendía nada de lo que decía. Estaba empapada de transpiración.

Pensó que su presión le estaba jugando una mala pasada, también con este calor, razonó. Puso un caramelo en su boca y sacó un pañuelo que guardaba en el puño de su camisa,  pero este no le sirvió de nada, seguía  sudando y  empezó a temblar.

Las imágenes en su cabeza tomaron un ritmo vertiginoso, ya no veía más al cura, ni a la vieja que tocaba el piano, sólo recordaba las caras de aquellos hombres que había cruzado en la calle, sus miradas, sus guiños. También de las mujeres, los colores brillantes de sus ropas, el ruido de sus pulseras. Y los cuerpos de los amantes que había visto  en la plaza, los besos, las manos ágiles y exploradoras.

El cura levantaba el cáliz cuando sintió un vértigo que  ya  había olvidado que se sentía, ese cosquilleo intenso. Miró su pollera larga, su camisa gruesa, la ropa la apretaba, la asfixiaba. No había manera de contener el cuerpo.

Sus músculos se tensaron, una presión la empujó hacia arriba y estremeciéndola, la atravesó certeramente. Un grito ahogado la sacudió, saltó como un resorte de su asiento y sin mirar a los costados, corrió hacia la puerta.

Se detuvo frente a la calle, perdida, loca. El pueblo estaba quieto, casi todos estaban en  la iglesia. Las calles vacías. Huyó a su casa.

Recién en ese momento se dio cuenta que las macetas de la entrada tenían todas las plantas secas. Abrió la puerta y entró, extraña, como si esa casa fuera de otro. Adentro el aire era espeso pero con ella se había colado el sol, y siguiendo el compás de sus palpitaciones su cuerpo empezó a moverse.

Observó los muebles viejos, pesados, el saco de su marido en el perchero, su maletín en la mesita de al lado.

Fue un instante eterno. Al fin se soltó el pelo y advirtió conmovida que allí el tiempo se había detenido. Pero no en su cuerpo. Aquel cuerpo que creía olvidado se había despertado y le gritaba que ella estaba viva.

Ese día supo que no podía continuar como si el no hubiera muerto, horrorizada ante cualquier indicio que le recordara su ausencia. Era demasiado, ya no resistía tremendo peso.

Repasó uno por uno los momentos compartidos, los sintió, los abrazó y se decidió a perderlos.  Una inmensa tristeza la envolvió y por primera vez pudo llorarlo.

Esas lágrimas como baldazos de agua limpia arrastraron algunos recuerdos y fue así, por fin, recordando, que había empezado a olvidar.

miércoles, 20 de marzo de 2013


Embretao

 
                                                                                        Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Decí, por Dios, qué me has dao

que estoy tan cambiao,

no sé más quién soy...

No ves que estoy embretao,

vencido y maniao

en tu corazón..!

Enrique Santos Discépolo. (Malevaje)

 

 

 

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá. Parece que fue ayer cuando nos conocimos.

Estábamos igual. Vos nerviosa y yo también. Supongo que tus nervios eran porque venías del campo a una ciudad desconocida y de yapa a un trabajo nuevo.

Yo ya trabajaba en la fábrica de Don Esteban cuando llegaste, y por ese entonces el dolor me destrozaba las tripas, mi vieja se había muerto y ese hombre, a quien ya no consideraba padre, me había desquerenciado. La muerte de a poco se la fue tragando como quien disfruta de un postre y él, que no tenía contra quien pelear para deshacerse de la bronca, se las agarró conmigo porque era el que andaba por ahí. Ya se había ocupado de que no quedara nadie cerca de mamá, se había peleado con la poca familia que teníamos y ella, pobre, siempre había bajado la cabeza y lo aguantaba. Conmigo no pudo porque aunque hizo lo imposible, nunca le dí el regalo de dejarla. En el tiempo que  estuvo enferma le fue fácil  pegarme patadas en el orgullo porque yo andaba desesperado queriendo robarle a la parca el poco cuerpo que de la vieja quedaba, cómo no lo iba a hacer si era lo único que yo tenía. Sos un inútil, me decía, mujer tendrías que haber salido si te gusta tanto hacer de enfermera. Yo me hacía el sordo pero no te voy a negar que lo sentía. Respiraba hondo y pensaba en  mamá. Ella se había ocupado de mi toda su vida, cómo no iba a estar  en su muerte. Si de pibe, cuando el guiso era poco, me daba su plato aunque mi viejo me clavara encima sus ojos helados. Siempre fueron así los ojos de mi papá, me miraba de lejos, quieto y mudo y a mi me daba un frío triste en el cuerpo. Con el paso de los años me hice más alto que él y ese frío se fue transformando en fuego, un fuego que quemaba a las noches cuando me dejaba afuera de la pieza y el único ruido que se oía era su respiración y los quejidos del catre. Después salía abrochándose el pantalón, con un cigarrillo prendido en la boca y una sonrisa burlona. Se acercaba despacio y me pellizcaba fuerte el brazo. Cuántas veces la pobre vieja me agarró para que no le ensarte una trompada, harto de mis moretones y de los de ella. El me decía: mirá el nene de mamá, ¡qué idiota! Y se reía. Se reía  bestialmente.   

Cuando se enteró que estaba enferma se volvió todavía más loco. No quería que la cuidase ni que le rondara la cama,  como si en vez de la muerte fuera yo el que se la quería quitar. Y cuando mamá se fue, estaba tan furioso que ni un abrazo quiso darme antes de decirme que hiciera de cuenta que el también se había muerto y que no pisara más la casa.  En ese instante, al ver sus ojos helados y sus manos cerradas supe que para él yo me había muerto con  ella y que en ese momento, apoyado en la puerta de la pieza, me estaba enterrando.

 

 

 

El patrón te presentó. Tenías la cabeza gacha, las manos juntas como  tapándote la panza y la vista fija en los zapatos. No sé si te acordás pero en un momento me miraste y yo supe que tenías ganas de llorar.  Eras casi una nena, pecosa y medio rubiona, y a mi me dieron tantas ganas de abrazarte para llorar juntos que no pude dejar de seguir tus pasos. Caminabas como con miedo, tus huesitos eran tiernos, y a mi me agarró un amor tan fuerte por vos que no pude controlarlo más. Nunca hablamos de aquel encuentro pero  la tristeza que adiviné en tus ojos me la confirmaste después, cuando me dijiste que habías venido a Buenos Aires porque en tu pueblo de provincia el hambre se comía a las personas.

Fue todo muy rápido, como si nos conociéramos de toda la vida. Yo me hacía el forzudo  para llamarte la atención y a vos eso te daba risa y te hacías la molesta pero a la final me daba cuenta que te gustaba. Al poco andar te dije de casarnos porque vos no querías pasar de los besos y a mi tocarte a los apurones en la puerta de la pensión ya me dolía.

Fueron buenos tiempos, ¿te acordás de eso no cierto, rubia? Una mirada alcanzaba para adivinar lo que pensábamos. Yo a la mañana no tenía que hablarte fuerte porque te aturdía y vos entendías que a la noche mi cuerpo te necesitaba. Nunca una discusión, jamás un sí y un no. Nos despertábamos juntos, íbamos a trabajar y cuando volvíamos mientras vos preparabas la comida yo ensillaba el mate. La pasábamos bien, rubia, vos sabés que fuimos felices.  

Cuándo empezaste a cambiar no lo supe nunca. Te miro y hago memoria pero no lo sé. Fue tan de a poco que no llegué a darme cuenta del principio.

A la vuelta del trabajo me hacías parar veinte veces a mirar vidrieras, de golpe te gustaban los zapatos caros, para qué, si con los negritos te alcanzaba y hasta tenías los nuevos para salir.  Te encontré varias veces mirándote de reojo en el espejo de la pieza, sonriendo. ¿Qué cosas pasarían por tu cabeza? Me ponías tan nervioso. También me dejaste solo con los mates de la mañana, ocupada en otras cosas, este color no me combina, necesitaría un bolso más grande. Estúpida te me pusiste de pronto.  

Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que por tanto mirarte dejaste de reconocerme. Que siempre andaba vestido como un croto, que no te llevaba a pasear por ningún lado, que me había vuelto imposible de aburrido. Empezaste a repetir que éramos distintos y éso, no puede ser cierto.

Para rematarla cambiaste de trabajo. Que la fábrica te cansó, que te querían en una tienda para atender al público, y que ahora te gustaba leer y ahí ibas a tener más tiempo. Más tiempo para qué, te preguntaba yo, si al contrario, cada vez teníamos menos  porque cuando yo me levantaba vos dormías y el mate de la tarde me lo tenía que ensillar solo porque vos no estabas y la comida era comida, a veces.

Que empecé a tomar más seguido te lo admito. Pero vos en vez de pedirme que afloje con el tinto  bufabas y te ibas. Te quejabas porque tenía olor a bebida y no dejabas que te toque,  a mi eso me ponía muy mal. Me alteraba la idea de perderte, y lo sabías, sí, porque yo te lo decía, una y mil veces te pedí que te quedaras al lado mío. Pero vos te hacías la estrecha y te me escabullías. ¿Qué tenía que hacer para que me escucharas? Si no sé decir las cosas de otra forma… yo me crié en un conventillo donde las palabras eran pocas. Vos te empezaste a burlar de eso, repetías que no entendía nada, que el mundo es otra cosa, que vos ahora sí lo conocías.

No había necesidad de tanto cambio, rubia, pero te empecinaste.  Te me fuiste escapando, y eso no me gustaba ni medio, no sabés que fiero es que te dejen de querer. Ni idea tenías del odio que me empezó a hervir adentro. No entendí que bicho te picó, de buenas a primeras  pasé a ser el bruto, el ignorante. Yo, que fui el que te dio lo poco que tuviste pasé a ser menos que una sombra  en la pared.

Jamás te enteraste pero estuve noches enteras sin dormir, viéndote tranquila en tu sueño, queriendo saber lo que soñabas, queriendo leer tu mente.  Loco, como nunca,  tomando vino para que mis músculos se aflojen y mis puños dejen de apretarse.

Le erré en seguirte esa tarde hasta la tienda pero no creo que fuera para que te ofendieras tanto. Que soy un idiota y desconfiado me dijiste y después no me hablaste más por dos días. Qué fue lo malo si todo lo que hacía era seguirte y respirar tu aire. Yo no más quería que fuéramos uno de nuevo como en los viejos tiempos, como antes que éramos tan iguales….Así te lo dije casi llorando y vos me contestaste que mi cara de ternero degollado daba risa.  Y sentí tanto odio, tanto… Yo, que te quería más que a mi vida lo único que buscaba era que me miraras bien, que me abrazaras y que no te rieras de mí. No te tenías que reír.

No sé bien que pasó,  te quise agarrar y tocarte para que te acuerdes quien soy,  pero te diste vuelta y repetiste que no me soportabas, una vez, dos, y no pude parar.

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá.

Estás quieta con los ojos abiertos y la mirada helada, brota sangre de tu cabeza y el martillo en mi mano tiembla.

Te dije que no había necesidad de tanto cambio. Si somos iguales, y así estamos. Vos bañada en sangre y yo también.

Legado


Legado

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Mi abuelo un día decidió matarse, dicen que había descubierto que estaba enfermo. Yo siempre estaba con él y lo cuidaba. Pero ese día no.

 Era un hombre alto, fuerte, de expresión recia y de genio duro, pero con unos ojos tan verdes y luminosos que cuando uno los miraba podía asomarse a lo más profundo de su alma. En ellos encontraba a un niño travieso, sagaz, y al que le gustaba mucho divertirse. Era noble, un hombre honesto y tan fiel a sus principios que en el momento que le diagnosticaron cáncer supo que no iba a esperar a que la muerte viniera a buscarlo, no permitiría que lo doblegara el dolor y que los ojos de sus seres queridos vieran su decadencia.

El día que se colgó era un día como cualquiera. Almorzó en silencio y anunció que se iba a dormir la siesta, como siempre. Mi abuela y una prima que estaba ese día en la casa ayudándola  porque yo me había ido y a ella le costaba moverse, limpiaron la cocina y conversaron un buen rato. Luego se acostaron. El no dormía, esperaba.

Cuando su esposa concilió el sueño, se preparó. Se vistió con la ropa usual y antes de cruzar la puerta de la habitación volvió la mirada hacia su mujer. Cuánto tiempo había pasado desde que la conoció vestida de rojo en el andén de una estación de ferrocarril, deslumbrado había quedado frente a esa figura, alta, morocha, con unos ojos negros que brillaban tanto que enceguecían a quien los miraba. Más de 40 años, infinitos momentos, tiempos de soledad, de pobreza, y de tanto amor, dos hijos ya crecidos, algunos nietos.

La miró de nuevo,  ¡cuánto la amaba!,  su rostro ya tenía las marcas que el tiempo hace, sus piernas no andaban bien,  pero todavía era tan hermosa, y cuando dormía, aún más.

Era como si el sueño la trasladara, irradiaba una paz que en cuanto despertaba se desvanecía, inmediatamente empezaba a hablar y a moverse, la casa se llenaba de color, su voz chillona y su risa. Su risa. No le cabía la boca en la cara cuando se reía, lo hacía con un desparpajo que él adoraba. 

Ella se movió en la cama y lo sacó de su ensueño. Ya era el momento, si  despertaba y lo tocaba él  no iba a poder separarse de su cuerpo nunca más. Despacio se acercó un poco, sintió su olor, su calor, respiró su aliento y la miró por última vez.

Cruzó la puerta, atravesó la casa. El comedor con la mesa grande, punto de reunión de la familia. En ese lugar habían estado todos, se acordó del día en que su hijo mayor, mi papá, anunció que se casaría. Después pasó por la cocina, tan íntima y llena de recuerdos, pero no se detuvo, no había tiempo. Cruzó el patio, miró las azaleas que crecían como yuyo y  como un fogonazo le vino a la mente la imagen de sus hijos y de sus nietos jugando, sus gritos.  

Al fin llegó al galponcito. Un lugar que le era tan propio como el dolor que en ese momento le punzaba el pecho. Recuerdo el día que me encontró hurgueteando entre sus cosas, nadie entraba en su terreno, era su lugar privado pero yo que siempre había vivido con ellos, no pude resistir la tentación. No sé si por ser la nieta mayor o porque nos unía la misma tozudez me fue permitido ese privilegio. Ahí pasábamos horas, se divertía con mi presencia porque, como el decía, llevaba su misma locura en la cabeza. Debe haber sido por eso que nos unimos y nos quisimos tanto.

Ese era el lugar donde se escapaba cuando los problemas asediaban, allí guardaba sus tesoros, sus herramientas y un auto ya viejo pero que había participado de toda la vida familiar. Fue por eso que nunca quiso venderlo aunque mi abuela cada vez que se acordaba ponía el grito en el cielo. En ese auto me llevó mi primer día de escuela, yo estaba tan nerviosa que supongo que por eso  me hice pis y mojé el tapizado. Pensé que iba a retarme  pero no, al contrario, me abrazó, me dijo que me quedara tranquila y me llevó a tomar un helado. Llegué tarde ese día a clases pero tan feliz que no me acordé más que estaba nerviosa. El nunca contó ese episodio, ni siquiera a mi abuela, supo de mi vergüenza y la respetó, pero cada vez que alguien halagaba su coche me miraba, cómplice, y reía.  Estoy segura que en el momento en que se despedía se acordó de eso y que por última vez sonrió antes de que la cuerda en su cuello lo oprimiera. 

Como ya dije ese día yo no estaba en la casa, una prima de el había ido a acompañarlos en mi ausencia. Fue ella quien lo encontró.   

Sé que de haber sido otro el día lo hubiera hallado yo. También sé que me quiso mucho y que por eso en su último acto, una vez más, intentó cuidarme.

Me enojé  cuando supe lo que había hecho, pero algo calma  mi bronca y es tener casi la certeza de que eligió ese día pensando en mí, en mi dolor,  y en la manera en que fuera menos doloroso si él evitaba que yo lo encontrara y que su imagen colgando de una cuerda quedara para siempre en mi memoria.  

Lo que no pudo evitar fue  la sensación que desde ese momento me invade y que marcó mi vida definitivamente, el impulso irresistible a estar siempre presente.

Olor a encierro


Olor a encierro

 

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

A ella la crió su madre, una mujer de facciones duras y siempre vestida de negro, con ojos de zorro y mirada inquisidora, que le repetía todos los días  que su deber iba a ser acompañarla  como un designio inapelable.

Nada hubo en la vida de ninguna que fuera digno de mención, sólo sabían del paso del tiempo por las hojas arrancadas día tras día de un almanaque que colgaba en la pared de la cocina y por la pesadez de sus cuerpos que sumaban años. A medida que el cuerpo de la madre  se achicaba  su  mirada era más punzante, su espalda más rígida, parecía un hierro, tan dura y oscura. Ella, en cambio, se fue encorvando, parecía siempre a punto de quebrarse. Pequeña, frágil,  con las manos frías y la voz empañada  se dedicó a cuidarla con un esmero enloquecedor.

Una vez un hombre intentó amarla, a ella, la de las manos frías, pero asustada cerró todas las ventanas para que el ruido de la calle no la despertara. Eran postigos viejos pero tan sólidos que adentro no se escuchaba nada más que la respiración de ellas, la suya agitada, la de la madre un ronquido sordo.

Fue entonces que el aire se comenzó a llenar de un olor nauseabundo que fue invadiendo toda la casa, una mezcla rara de remedios y cuerpo enfermo. Llagas y ungüentos, vendas y sangre seca, piernas tullidas, medias pegadas en la carne.

La piel amarilla de su madre, sus quejidos, su sangre y su mierda colmaron todo el espacio.

No entraba luz en esas habitaciones, la humedad llenaba las paredes que habían empezado a descascararse como su piel.  La única claridad la proporcionaba una lámpara que alumbraba tanto como una vela, las sombras se hacían grandes y deformes, la silueta de su madre en la cabecera de la mesa, negra, inmutable. Y sus ojeras, las de ella, también grandes, deformes, otras sombras. Las dos quietas, y de fondo, el ruido de las agujas de un reloj exasperante.

Un día la vieja murió. Ella la encontró acomodada en su silla erguida y pálida como siempre. Tan igual que no supo de inmediato que estaba muerta.  Cuando  cayó sobre el cajón el último montón de tierra, corrió a abrir las ventanas de la casa para que el sol volviera. Pero las arañas trabajadoras y sus telas las habían sellado.

Ella seguía sintiendo aquel olor rancio de la enferma, fue por eso que prendió fuego a la ropa de su madre, sus sábanas y su colchón, se aferraba con firmeza a la esperanza de deshacerse de el. No quería sentir más la presencia de ese cuerpo entumecido y descompuesto. Pero ese olor no se iba, al contrario, cada vez  era más fuerte.

Desesperada quería hacerlo  desaparecer, hasta que contempló horrorizada que era imposible. El tiempo y su paso habían hecho marca.

El cuerpo que se estaba pudriendo era el suyo.