Betiana Rodriguez Usandizaga
Esas lágrimas rodando por su mejilla
fueron la señal inconfundible de que había pasado el tiempo.
Aquella mañana se despertó como de
costumbre sobre el lado izquierdo de la cama,
agotada, con los párpados hinchados y la sensación de no haber dormido
casi nada. Hacía exactamente cuatro años desde que su marido la había dejado,
según ella de la única manera que él hubiese podido hacerlo, muriendo. Todavía
era una mujer joven y no era fea, pero estaba
opaca y marchita.
Desde la cama miró su cuarto, las
camisas de su esposo seguían colgadas en el ropero, tal vez
hoy las planche de nuevo, pensó. Repasó con la vista cada detalle. Sobre la
mesa de luz del lado derecho estaba el libro que él no pudo terminar de leer,
con la hoja marcada como lo había dejado y sus anteojos.
Sin ganas decidió levantarse, sus
músculos acusaban recibo de las noches de insomnio. De todas formas no hizo
caso a eso, debía apurarse, había misa y
ella no podía faltar sobretodo en esa fecha. Por otra parte, ir a la iglesia y
jugar a la canasta con unas vecinas una vez por semana, se habían transformado
en su única salida.
La abrazó el sol ni bien abrió la
puerta. Era principios de noviembre, la primavera empezaba a dar lugar a un
verano que se perfilaba fatídico y que llegaba tempranamente. En su trayecto
cruzó mujeres que lucían faldas y escotes. Algunos hombres del pueblo,
galantes, la saludaron: ¡qué descarados,
dijo en voz baja, acaso se olvidan que estoy casada! Cruzó la plaza, su
mirada se detuvo un largo rato en una pareja de enamorados que no escamoteaban
besos.
Al fin llegó a la iglesia,
ruborizada. Se persignó y se acomodó como siempre en una de las primeras filas.
Ya sonaban las últimas campanas.
Nunca supo en qué momento fue que empezó a
sentirse rara, el calor con el que había llegado no se disipaba, y eso que se
sentó al lado de uno de los ventiladores de pié. No podía concentrarse en las
palabras del cura, lo miraba enfervorizado dando su sermón pero no entendía
nada de lo que decía. Estaba empapada de transpiración.
Pensó que su presión le estaba
jugando una mala pasada, también con este
calor, razonó. Puso un caramelo en su boca y sacó un pañuelo que guardaba
en el puño de su camisa, pero este no le
sirvió de nada, seguía sudando y empezó a temblar.
Las imágenes en su cabeza tomaron un
ritmo vertiginoso, ya no veía más al cura, ni a la vieja que tocaba el piano,
sólo recordaba las caras de aquellos hombres que había cruzado en la calle, sus
miradas, sus guiños. También de las mujeres, los colores brillantes de sus
ropas, el ruido de sus pulseras. Y los cuerpos de los amantes que había
visto en la plaza, los besos, las manos
ágiles y exploradoras.
El cura levantaba el cáliz cuando
sintió un vértigo que ya había olvidado que se sentía, ese cosquilleo
intenso. Miró su pollera larga, su camisa gruesa, la ropa la apretaba, la
asfixiaba. No había manera de contener el cuerpo.
Sus músculos se tensaron, una
presión la empujó hacia arriba y estremeciéndola, la atravesó certeramente. Un
grito ahogado la sacudió, saltó como un resorte de su asiento y sin mirar a los
costados, corrió hacia la puerta.
Se detuvo frente a la calle,
perdida, loca. El pueblo estaba quieto, casi todos estaban en la iglesia. Las calles vacías. Huyó a su
casa.
Recién en ese momento se dio cuenta
que las macetas de la entrada tenían todas las plantas secas. Abrió la puerta y
entró, extraña, como si esa casa fuera de otro. Adentro el aire era espeso pero
con ella se había colado el sol, y siguiendo el compás de sus palpitaciones su
cuerpo empezó a moverse.
Observó los muebles viejos, pesados,
el saco de su marido en el perchero, su maletín en la mesita de al lado.
Fue un instante eterno. Al fin se
soltó el pelo y advirtió conmovida que allí el tiempo se había detenido. Pero
no en su cuerpo. Aquel cuerpo que creía olvidado se había despertado y le
gritaba que ella estaba viva.
Ese día supo que no podía continuar
como si el no hubiera muerto, horrorizada ante cualquier indicio que le
recordara su ausencia. Era demasiado, ya no resistía tremendo peso.
Repasó uno por uno los momentos
compartidos, los sintió, los abrazó y se decidió a perderlos. Una inmensa tristeza la envolvió y por
primera vez pudo llorarlo.
Esas lágrimas como baldazos de agua
limpia arrastraron algunos recuerdos y fue así, por fin, recordando, que había
empezado a olvidar.