Legado
Betiana Rodriguez Usandizaga
Mi abuelo un día decidió matarse, dicen que
había descubierto que estaba enfermo. Yo siempre estaba con él y lo cuidaba.
Pero ese día no.
Era un
hombre alto, fuerte, de expresión recia y de genio duro, pero con unos ojos tan
verdes y luminosos que cuando uno los miraba podía asomarse a lo más profundo
de su alma. En ellos encontraba a un niño travieso, sagaz, y al que le gustaba
mucho divertirse. Era noble, un hombre honesto y tan fiel a sus principios que
en el momento que le diagnosticaron cáncer supo que no iba a esperar a que la
muerte viniera a buscarlo, no permitiría que lo doblegara el dolor y que los
ojos de sus seres queridos vieran su decadencia.
El día que se colgó era un día como cualquiera.
Almorzó en silencio y anunció que se iba a dormir la siesta, como siempre. Mi
abuela y una prima que estaba ese día en la casa ayudándola porque yo me había ido y a ella le costaba
moverse, limpiaron la cocina y conversaron un buen rato. Luego se acostaron. El
no dormía, esperaba.
Cuando su esposa concilió el sueño, se preparó.
Se vistió con la ropa usual y antes de cruzar la puerta de la habitación volvió
la mirada hacia su mujer. Cuánto tiempo había pasado desde que la conoció
vestida de rojo en el andén de una estación de ferrocarril, deslumbrado había
quedado frente a esa figura, alta, morocha, con unos ojos negros que brillaban
tanto que enceguecían a quien los miraba. Más de 40 años, infinitos momentos,
tiempos de soledad, de pobreza, y de tanto amor, dos hijos ya crecidos, algunos
nietos.
La miró de nuevo, ¡cuánto la amaba!, su rostro ya tenía las marcas que el tiempo
hace, sus piernas no andaban bien, pero
todavía era tan hermosa, y cuando dormía, aún
más.
Era como si el sueño la trasladara, irradiaba
una paz que en cuanto despertaba se desvanecía, inmediatamente empezaba a
hablar y a moverse, la casa se llenaba de color, su voz chillona y su risa. Su risa. No le cabía la boca en la cara cuando se
reía, lo hacía con un desparpajo que él adoraba.
Ella se movió en la cama y lo sacó de su ensueño.
Ya era el momento, si despertaba y lo
tocaba él no iba a poder separarse de su
cuerpo nunca más. Despacio se acercó un poco, sintió su olor, su calor, respiró
su aliento y la miró por última vez.
Cruzó la puerta, atravesó la casa. El comedor
con la mesa grande, punto de reunión de la familia. En ese lugar habían estado
todos, se acordó del día en que su hijo mayor, mi papá, anunció que se casaría.
Después pasó por la cocina, tan íntima y llena de recuerdos, pero no se detuvo,
no había tiempo. Cruzó el patio, miró las azaleas que crecían como yuyo y como un fogonazo le vino a la mente la imagen
de sus hijos y de sus nietos jugando, sus gritos.
Al fin llegó al galponcito. Un lugar que le era
tan propio como el dolor que en ese momento le punzaba el pecho. Recuerdo el
día que me encontró hurgueteando entre sus cosas, nadie entraba en su terreno,
era su lugar privado pero yo que siempre había vivido con ellos, no pude
resistir la tentación. No sé si por ser la nieta mayor o porque nos unía la
misma tozudez me fue permitido ese privilegio. Ahí pasábamos horas, se divertía
con mi presencia porque, como el decía, llevaba su misma locura en la cabeza.
Debe haber sido por eso que nos unimos y nos quisimos tanto.
Ese era el lugar donde se escapaba cuando los
problemas asediaban, allí guardaba sus tesoros, sus herramientas y un auto ya
viejo pero que había participado de toda la vida familiar. Fue por eso que
nunca quiso venderlo aunque mi abuela cada vez que se acordaba ponía el grito
en el cielo. En ese auto me llevó mi primer día de escuela, yo estaba tan
nerviosa que supongo que por eso me hice
pis y mojé el tapizado. Pensé que iba a retarme pero no, al contrario, me abrazó, me dijo que
me quedara tranquila y me llevó a tomar un helado. Llegué tarde ese día a
clases pero tan feliz que no me acordé más que estaba nerviosa. El nunca contó
ese episodio, ni siquiera a mi abuela, supo de mi vergüenza y la respetó, pero
cada vez que alguien halagaba su coche me miraba, cómplice,
y reía. Estoy segura que en el momento
en que se despedía se acordó de eso y que por última vez sonrió antes de que la
cuerda en su cuello lo oprimiera.
Como ya dije ese día yo no estaba en la casa,
una prima de el había ido a acompañarlos en mi ausencia. Fue ella quien lo
encontró.
Sé que de haber sido otro el día lo hubiera
hallado yo. También sé que me quiso mucho y que por eso en su último acto, una
vez más, intentó cuidarme.
Me enojé cuando supe lo que había hecho, pero algo
calma mi bronca y es tener casi la
certeza de que eligió ese día pensando en mí, en mi dolor, y en la manera en que fuera menos doloroso si
él evitaba que yo lo encontrara y que su imagen colgando de una cuerda quedara
para siempre en mi memoria.
Lo que no pudo evitar fue la sensación que desde ese momento me invade y
que marcó mi vida definitivamente, el impulso irresistible a estar siempre
presente.
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