miércoles, 20 de marzo de 2013

Legado


Legado

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Mi abuelo un día decidió matarse, dicen que había descubierto que estaba enfermo. Yo siempre estaba con él y lo cuidaba. Pero ese día no.

 Era un hombre alto, fuerte, de expresión recia y de genio duro, pero con unos ojos tan verdes y luminosos que cuando uno los miraba podía asomarse a lo más profundo de su alma. En ellos encontraba a un niño travieso, sagaz, y al que le gustaba mucho divertirse. Era noble, un hombre honesto y tan fiel a sus principios que en el momento que le diagnosticaron cáncer supo que no iba a esperar a que la muerte viniera a buscarlo, no permitiría que lo doblegara el dolor y que los ojos de sus seres queridos vieran su decadencia.

El día que se colgó era un día como cualquiera. Almorzó en silencio y anunció que se iba a dormir la siesta, como siempre. Mi abuela y una prima que estaba ese día en la casa ayudándola  porque yo me había ido y a ella le costaba moverse, limpiaron la cocina y conversaron un buen rato. Luego se acostaron. El no dormía, esperaba.

Cuando su esposa concilió el sueño, se preparó. Se vistió con la ropa usual y antes de cruzar la puerta de la habitación volvió la mirada hacia su mujer. Cuánto tiempo había pasado desde que la conoció vestida de rojo en el andén de una estación de ferrocarril, deslumbrado había quedado frente a esa figura, alta, morocha, con unos ojos negros que brillaban tanto que enceguecían a quien los miraba. Más de 40 años, infinitos momentos, tiempos de soledad, de pobreza, y de tanto amor, dos hijos ya crecidos, algunos nietos.

La miró de nuevo,  ¡cuánto la amaba!,  su rostro ya tenía las marcas que el tiempo hace, sus piernas no andaban bien,  pero todavía era tan hermosa, y cuando dormía, aún más.

Era como si el sueño la trasladara, irradiaba una paz que en cuanto despertaba se desvanecía, inmediatamente empezaba a hablar y a moverse, la casa se llenaba de color, su voz chillona y su risa. Su risa. No le cabía la boca en la cara cuando se reía, lo hacía con un desparpajo que él adoraba. 

Ella se movió en la cama y lo sacó de su ensueño. Ya era el momento, si  despertaba y lo tocaba él  no iba a poder separarse de su cuerpo nunca más. Despacio se acercó un poco, sintió su olor, su calor, respiró su aliento y la miró por última vez.

Cruzó la puerta, atravesó la casa. El comedor con la mesa grande, punto de reunión de la familia. En ese lugar habían estado todos, se acordó del día en que su hijo mayor, mi papá, anunció que se casaría. Después pasó por la cocina, tan íntima y llena de recuerdos, pero no se detuvo, no había tiempo. Cruzó el patio, miró las azaleas que crecían como yuyo y  como un fogonazo le vino a la mente la imagen de sus hijos y de sus nietos jugando, sus gritos.  

Al fin llegó al galponcito. Un lugar que le era tan propio como el dolor que en ese momento le punzaba el pecho. Recuerdo el día que me encontró hurgueteando entre sus cosas, nadie entraba en su terreno, era su lugar privado pero yo que siempre había vivido con ellos, no pude resistir la tentación. No sé si por ser la nieta mayor o porque nos unía la misma tozudez me fue permitido ese privilegio. Ahí pasábamos horas, se divertía con mi presencia porque, como el decía, llevaba su misma locura en la cabeza. Debe haber sido por eso que nos unimos y nos quisimos tanto.

Ese era el lugar donde se escapaba cuando los problemas asediaban, allí guardaba sus tesoros, sus herramientas y un auto ya viejo pero que había participado de toda la vida familiar. Fue por eso que nunca quiso venderlo aunque mi abuela cada vez que se acordaba ponía el grito en el cielo. En ese auto me llevó mi primer día de escuela, yo estaba tan nerviosa que supongo que por eso  me hice pis y mojé el tapizado. Pensé que iba a retarme  pero no, al contrario, me abrazó, me dijo que me quedara tranquila y me llevó a tomar un helado. Llegué tarde ese día a clases pero tan feliz que no me acordé más que estaba nerviosa. El nunca contó ese episodio, ni siquiera a mi abuela, supo de mi vergüenza y la respetó, pero cada vez que alguien halagaba su coche me miraba, cómplice, y reía.  Estoy segura que en el momento en que se despedía se acordó de eso y que por última vez sonrió antes de que la cuerda en su cuello lo oprimiera. 

Como ya dije ese día yo no estaba en la casa, una prima de el había ido a acompañarlos en mi ausencia. Fue ella quien lo encontró.   

Sé que de haber sido otro el día lo hubiera hallado yo. También sé que me quiso mucho y que por eso en su último acto, una vez más, intentó cuidarme.

Me enojé  cuando supe lo que había hecho, pero algo calma  mi bronca y es tener casi la certeza de que eligió ese día pensando en mí, en mi dolor,  y en la manera en que fuera menos doloroso si él evitaba que yo lo encontrara y que su imagen colgando de una cuerda quedara para siempre en mi memoria.  

Lo que no pudo evitar fue  la sensación que desde ese momento me invade y que marcó mi vida definitivamente, el impulso irresistible a estar siempre presente.

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