Embretao
Decí, por Dios, qué me has dao
que estoy tan cambiao,
no sé más quién soy...
No ves que estoy embretao,
vencido y maniao
en tu corazón..!
Enrique Santos Discépolo. (Malevaje)
Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos
hasta acá. Parece que fue ayer cuando nos conocimos.
Estábamos igual. Vos nerviosa y yo también.
Supongo que tus nervios eran porque venías del campo a una ciudad desconocida y
de yapa a un trabajo nuevo.
Yo ya trabajaba en la fábrica de Don Esteban
cuando llegaste, y por ese entonces el dolor me destrozaba las tripas, mi vieja
se había muerto y ese hombre, a quien ya no consideraba padre, me había
desquerenciado. La muerte de a poco se la fue tragando como quien disfruta de
un postre y él, que no tenía contra quien pelear para deshacerse de la bronca,
se las agarró conmigo porque era el que andaba por ahí. Ya se había ocupado de
que no quedara nadie cerca de mamá, se había peleado
con la poca familia que teníamos y ella, pobre, siempre había bajado la cabeza
y lo aguantaba. Conmigo no pudo porque aunque
hizo lo imposible, nunca le dí el regalo de dejarla. En el tiempo que estuvo enferma le fue fácil pegarme patadas en el orgullo porque yo andaba
desesperado queriendo robarle a la parca el poco cuerpo que de la vieja
quedaba, cómo no lo iba a hacer si era lo único que yo tenía. Sos un inútil, me decía, mujer tendrías
que haber salido si te gusta tanto hacer de enfermera. Yo me hacía el sordo
pero no te voy a negar que lo sentía. Respiraba hondo y pensaba en mamá. Ella se había ocupado de mi toda su
vida, cómo no iba a estar en su muerte.
Si de pibe, cuando el guiso era poco, me daba su plato aunque mi viejo me
clavara encima sus ojos helados. Siempre fueron así los ojos de mi papá, me
miraba de lejos, quieto y mudo y a mi me daba un frío triste en el cuerpo. Con
el paso de los años me hice más alto que él y ese
frío se fue transformando en fuego, un fuego que quemaba a las noches cuando me
dejaba afuera de la pieza y el único ruido que se oía era su respiración y los
quejidos del catre. Después salía abrochándose el pantalón, con un cigarrillo
prendido en la boca y una sonrisa burlona. Se acercaba despacio y me pellizcaba
fuerte el brazo. Cuántas veces la pobre vieja me agarró para que no le ensarte
una trompada, harto de mis moretones y de los de ella. El me decía: mirá el nene de mamá, ¡qué idiota! Y se
reía. Se reía bestialmente.
Cuando se enteró que estaba enferma se volvió
todavía más loco. No quería que la cuidase ni que le rondara la cama, como si en vez de la muerte fuera yo el que se
la quería quitar. Y cuando mamá se fue, estaba tan furioso que ni un abrazo
quiso darme antes de decirme que hiciera de cuenta que el también se había
muerto y que no pisara más la casa. En
ese instante, al ver sus ojos helados y sus manos cerradas supe que para él yo
me había muerto con ella y que en ese
momento, apoyado en la puerta de la pieza, me estaba enterrando.
El patrón te presentó. Tenías la cabeza gacha,
las manos juntas como tapándote la panza
y la vista fija en los zapatos. No sé si te acordás pero en un momento me
miraste y yo supe que tenías ganas de llorar. Eras casi una nena, pecosa y medio rubiona, y
a mi me dieron tantas ganas de abrazarte para llorar juntos que no pude dejar
de seguir tus pasos. Caminabas como con miedo, tus huesitos eran tiernos, y a
mi me agarró un amor tan fuerte por vos que no pude controlarlo más. Nunca
hablamos de aquel encuentro pero la tristeza
que adiviné en tus ojos me la confirmaste después, cuando me dijiste que habías
venido a Buenos Aires porque en tu pueblo de provincia el hambre se comía a las
personas.
Fue todo muy rápido, como si nos conociéramos
de toda la vida. Yo me hacía el forzudo para llamarte la atención y a vos eso te daba
risa y te hacías la molesta pero a la final me daba cuenta que te gustaba. Al
poco andar te dije de casarnos porque vos no querías pasar de los besos y a mi
tocarte a los apurones en la puerta de la pensión ya me dolía.
Fueron buenos tiempos, ¿te acordás de eso no cierto,
rubia? Una mirada alcanzaba para adivinar lo que pensábamos. Yo a la mañana no
tenía que hablarte fuerte porque te aturdía y vos entendías que a la noche mi
cuerpo te necesitaba. Nunca una discusión, jamás un sí y un no. Nos
despertábamos juntos, íbamos a trabajar y cuando volvíamos mientras vos
preparabas la comida yo ensillaba el mate. La pasábamos bien, rubia, vos sabés
que fuimos felices.
Cuándo empezaste a cambiar no lo supe nunca. Te
miro y hago memoria pero no lo sé. Fue tan de a poco que no llegué a darme
cuenta del principio.
A la vuelta del trabajo me hacías parar veinte
veces a mirar vidrieras, de golpe te gustaban los zapatos caros, para qué, si
con los negritos te alcanzaba y hasta tenías los nuevos para salir. Te encontré varias veces mirándote de reojo
en el espejo de la pieza, sonriendo. ¿Qué cosas pasarían por tu cabeza? Me
ponías tan nervioso. También me dejaste solo con los mates de la mañana,
ocupada en otras cosas, este color no me
combina, necesitaría un bolso más grande. Estúpida te me pusiste de pronto.
Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que por
tanto mirarte dejaste de reconocerme. Que siempre andaba vestido como un croto,
que no te llevaba a pasear por ningún lado, que me había vuelto imposible de
aburrido. Empezaste a repetir que éramos distintos y éso, no puede ser cierto.
Para rematarla cambiaste de trabajo. Que la
fábrica te cansó, que te querían en una tienda para atender al público, y que
ahora te gustaba leer y ahí ibas a tener más tiempo. Más tiempo para qué, te preguntaba
yo, si al contrario, cada vez teníamos menos porque cuando yo me levantaba vos dormías y el
mate de la tarde me lo tenía que ensillar solo porque vos no estabas y la
comida era comida, a veces.
Que empecé a tomar más seguido te lo admito.
Pero vos en vez de pedirme que afloje con el tinto bufabas y te ibas. Te quejabas porque tenía
olor a bebida y no dejabas que te toque, a mi eso me ponía muy mal. Me alteraba la idea
de perderte, y lo sabías, sí, porque yo te lo decía, una y mil veces te pedí que
te quedaras al lado mío. Pero vos te hacías la estrecha y te me escabullías.
¿Qué tenía que hacer para que me escucharas? Si no sé decir las cosas de otra
forma… yo me crié en un conventillo donde las palabras eran pocas. Vos te
empezaste a burlar de eso, repetías que no entendía nada, que el mundo es otra
cosa, que vos ahora sí lo conocías.
No había necesidad de tanto cambio, rubia, pero
te empecinaste. Te me fuiste escapando,
y eso no me gustaba ni medio, no sabés que fiero
es que te dejen de querer. Ni idea tenías del odio que me empezó a hervir
adentro. No entendí que bicho te picó, de buenas a primeras pasé a ser el bruto, el ignorante. Yo, que
fui el que te dio lo poco que tuviste pasé a ser menos que una sombra en la pared.
Jamás te enteraste pero estuve noches enteras
sin dormir, viéndote tranquila en tu sueño, queriendo saber lo que soñabas,
queriendo leer tu mente. Loco, como
nunca, tomando vino para que mis
músculos se aflojen y mis puños dejen de apretarse.
Le erré en seguirte esa tarde hasta la tienda
pero no creo que fuera para que te ofendieras tanto. Que soy un idiota y
desconfiado me dijiste y después no me hablaste más por dos días. Qué fue lo
malo si todo lo que hacía era seguirte y respirar tu aire. Yo no más quería que
fuéramos uno de nuevo como en los viejos tiempos, como antes que éramos tan
iguales….Así te lo dije casi llorando y vos me contestaste que mi cara de
ternero degollado daba risa. Y sentí
tanto odio, tanto… Yo, que te quería más que a mi vida lo único que buscaba era
que me miraras bien, que me abrazaras y que no te rieras de mí. No te tenías
que reír.
No sé bien que pasó, te quise agarrar y tocarte para que te
acuerdes quien soy, pero te diste vuelta
y repetiste que no me soportabas, una vez, dos, y no pude parar.
Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo
llegamos hasta acá.
Estás quieta con los ojos abiertos y la mirada
helada, brota sangre de tu cabeza y el martillo en mi mano tiembla.
Te dije que no había necesidad de tanto cambio.
Si somos iguales, y así estamos. Vos bañada en sangre y yo también.
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