miércoles, 20 de marzo de 2013


Embretao

 
                                                                                        Betiana Rodriguez Usandizaga

 

Decí, por Dios, qué me has dao

que estoy tan cambiao,

no sé más quién soy...

No ves que estoy embretao,

vencido y maniao

en tu corazón..!

Enrique Santos Discépolo. (Malevaje)

 

 

 

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá. Parece que fue ayer cuando nos conocimos.

Estábamos igual. Vos nerviosa y yo también. Supongo que tus nervios eran porque venías del campo a una ciudad desconocida y de yapa a un trabajo nuevo.

Yo ya trabajaba en la fábrica de Don Esteban cuando llegaste, y por ese entonces el dolor me destrozaba las tripas, mi vieja se había muerto y ese hombre, a quien ya no consideraba padre, me había desquerenciado. La muerte de a poco se la fue tragando como quien disfruta de un postre y él, que no tenía contra quien pelear para deshacerse de la bronca, se las agarró conmigo porque era el que andaba por ahí. Ya se había ocupado de que no quedara nadie cerca de mamá, se había peleado con la poca familia que teníamos y ella, pobre, siempre había bajado la cabeza y lo aguantaba. Conmigo no pudo porque aunque hizo lo imposible, nunca le dí el regalo de dejarla. En el tiempo que  estuvo enferma le fue fácil  pegarme patadas en el orgullo porque yo andaba desesperado queriendo robarle a la parca el poco cuerpo que de la vieja quedaba, cómo no lo iba a hacer si era lo único que yo tenía. Sos un inútil, me decía, mujer tendrías que haber salido si te gusta tanto hacer de enfermera. Yo me hacía el sordo pero no te voy a negar que lo sentía. Respiraba hondo y pensaba en  mamá. Ella se había ocupado de mi toda su vida, cómo no iba a estar  en su muerte. Si de pibe, cuando el guiso era poco, me daba su plato aunque mi viejo me clavara encima sus ojos helados. Siempre fueron así los ojos de mi papá, me miraba de lejos, quieto y mudo y a mi me daba un frío triste en el cuerpo. Con el paso de los años me hice más alto que él y ese frío se fue transformando en fuego, un fuego que quemaba a las noches cuando me dejaba afuera de la pieza y el único ruido que se oía era su respiración y los quejidos del catre. Después salía abrochándose el pantalón, con un cigarrillo prendido en la boca y una sonrisa burlona. Se acercaba despacio y me pellizcaba fuerte el brazo. Cuántas veces la pobre vieja me agarró para que no le ensarte una trompada, harto de mis moretones y de los de ella. El me decía: mirá el nene de mamá, ¡qué idiota! Y se reía. Se reía  bestialmente.   

Cuando se enteró que estaba enferma se volvió todavía más loco. No quería que la cuidase ni que le rondara la cama,  como si en vez de la muerte fuera yo el que se la quería quitar. Y cuando mamá se fue, estaba tan furioso que ni un abrazo quiso darme antes de decirme que hiciera de cuenta que el también se había muerto y que no pisara más la casa.  En ese instante, al ver sus ojos helados y sus manos cerradas supe que para él yo me había muerto con  ella y que en ese momento, apoyado en la puerta de la pieza, me estaba enterrando.

 

 

 

El patrón te presentó. Tenías la cabeza gacha, las manos juntas como  tapándote la panza y la vista fija en los zapatos. No sé si te acordás pero en un momento me miraste y yo supe que tenías ganas de llorar.  Eras casi una nena, pecosa y medio rubiona, y a mi me dieron tantas ganas de abrazarte para llorar juntos que no pude dejar de seguir tus pasos. Caminabas como con miedo, tus huesitos eran tiernos, y a mi me agarró un amor tan fuerte por vos que no pude controlarlo más. Nunca hablamos de aquel encuentro pero  la tristeza que adiviné en tus ojos me la confirmaste después, cuando me dijiste que habías venido a Buenos Aires porque en tu pueblo de provincia el hambre se comía a las personas.

Fue todo muy rápido, como si nos conociéramos de toda la vida. Yo me hacía el forzudo  para llamarte la atención y a vos eso te daba risa y te hacías la molesta pero a la final me daba cuenta que te gustaba. Al poco andar te dije de casarnos porque vos no querías pasar de los besos y a mi tocarte a los apurones en la puerta de la pensión ya me dolía.

Fueron buenos tiempos, ¿te acordás de eso no cierto, rubia? Una mirada alcanzaba para adivinar lo que pensábamos. Yo a la mañana no tenía que hablarte fuerte porque te aturdía y vos entendías que a la noche mi cuerpo te necesitaba. Nunca una discusión, jamás un sí y un no. Nos despertábamos juntos, íbamos a trabajar y cuando volvíamos mientras vos preparabas la comida yo ensillaba el mate. La pasábamos bien, rubia, vos sabés que fuimos felices.  

Cuándo empezaste a cambiar no lo supe nunca. Te miro y hago memoria pero no lo sé. Fue tan de a poco que no llegué a darme cuenta del principio.

A la vuelta del trabajo me hacías parar veinte veces a mirar vidrieras, de golpe te gustaban los zapatos caros, para qué, si con los negritos te alcanzaba y hasta tenías los nuevos para salir.  Te encontré varias veces mirándote de reojo en el espejo de la pieza, sonriendo. ¿Qué cosas pasarían por tu cabeza? Me ponías tan nervioso. También me dejaste solo con los mates de la mañana, ocupada en otras cosas, este color no me combina, necesitaría un bolso más grande. Estúpida te me pusiste de pronto.  

Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que por tanto mirarte dejaste de reconocerme. Que siempre andaba vestido como un croto, que no te llevaba a pasear por ningún lado, que me había vuelto imposible de aburrido. Empezaste a repetir que éramos distintos y éso, no puede ser cierto.

Para rematarla cambiaste de trabajo. Que la fábrica te cansó, que te querían en una tienda para atender al público, y que ahora te gustaba leer y ahí ibas a tener más tiempo. Más tiempo para qué, te preguntaba yo, si al contrario, cada vez teníamos menos  porque cuando yo me levantaba vos dormías y el mate de la tarde me lo tenía que ensillar solo porque vos no estabas y la comida era comida, a veces.

Que empecé a tomar más seguido te lo admito. Pero vos en vez de pedirme que afloje con el tinto  bufabas y te ibas. Te quejabas porque tenía olor a bebida y no dejabas que te toque,  a mi eso me ponía muy mal. Me alteraba la idea de perderte, y lo sabías, sí, porque yo te lo decía, una y mil veces te pedí que te quedaras al lado mío. Pero vos te hacías la estrecha y te me escabullías. ¿Qué tenía que hacer para que me escucharas? Si no sé decir las cosas de otra forma… yo me crié en un conventillo donde las palabras eran pocas. Vos te empezaste a burlar de eso, repetías que no entendía nada, que el mundo es otra cosa, que vos ahora sí lo conocías.

No había necesidad de tanto cambio, rubia, pero te empecinaste.  Te me fuiste escapando, y eso no me gustaba ni medio, no sabés que fiero es que te dejen de querer. Ni idea tenías del odio que me empezó a hervir adentro. No entendí que bicho te picó, de buenas a primeras  pasé a ser el bruto, el ignorante. Yo, que fui el que te dio lo poco que tuviste pasé a ser menos que una sombra  en la pared.

Jamás te enteraste pero estuve noches enteras sin dormir, viéndote tranquila en tu sueño, queriendo saber lo que soñabas, queriendo leer tu mente.  Loco, como nunca,  tomando vino para que mis músculos se aflojen y mis puños dejen de apretarse.

Le erré en seguirte esa tarde hasta la tienda pero no creo que fuera para que te ofendieras tanto. Que soy un idiota y desconfiado me dijiste y después no me hablaste más por dos días. Qué fue lo malo si todo lo que hacía era seguirte y respirar tu aire. Yo no más quería que fuéramos uno de nuevo como en los viejos tiempos, como antes que éramos tan iguales….Así te lo dije casi llorando y vos me contestaste que mi cara de ternero degollado daba risa.  Y sentí tanto odio, tanto… Yo, que te quería más que a mi vida lo único que buscaba era que me miraras bien, que me abrazaras y que no te rieras de mí. No te tenías que reír.

No sé bien que pasó,  te quise agarrar y tocarte para que te acuerdes quien soy,  pero te diste vuelta y repetiste que no me soportabas, una vez, dos, y no pude parar.

Ahí estás. Te miro y no puedo creer cómo llegamos hasta acá.

Estás quieta con los ojos abiertos y la mirada helada, brota sangre de tu cabeza y el martillo en mi mano tiembla.

Te dije que no había necesidad de tanto cambio. Si somos iguales, y así estamos. Vos bañada en sangre y yo también.

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