miércoles, 20 de marzo de 2013

Olor a encierro


Olor a encierro

 

Betiana Rodriguez Usandizaga

 

A ella la crió su madre, una mujer de facciones duras y siempre vestida de negro, con ojos de zorro y mirada inquisidora, que le repetía todos los días  que su deber iba a ser acompañarla  como un designio inapelable.

Nada hubo en la vida de ninguna que fuera digno de mención, sólo sabían del paso del tiempo por las hojas arrancadas día tras día de un almanaque que colgaba en la pared de la cocina y por la pesadez de sus cuerpos que sumaban años. A medida que el cuerpo de la madre  se achicaba  su  mirada era más punzante, su espalda más rígida, parecía un hierro, tan dura y oscura. Ella, en cambio, se fue encorvando, parecía siempre a punto de quebrarse. Pequeña, frágil,  con las manos frías y la voz empañada  se dedicó a cuidarla con un esmero enloquecedor.

Una vez un hombre intentó amarla, a ella, la de las manos frías, pero asustada cerró todas las ventanas para que el ruido de la calle no la despertara. Eran postigos viejos pero tan sólidos que adentro no se escuchaba nada más que la respiración de ellas, la suya agitada, la de la madre un ronquido sordo.

Fue entonces que el aire se comenzó a llenar de un olor nauseabundo que fue invadiendo toda la casa, una mezcla rara de remedios y cuerpo enfermo. Llagas y ungüentos, vendas y sangre seca, piernas tullidas, medias pegadas en la carne.

La piel amarilla de su madre, sus quejidos, su sangre y su mierda colmaron todo el espacio.

No entraba luz en esas habitaciones, la humedad llenaba las paredes que habían empezado a descascararse como su piel.  La única claridad la proporcionaba una lámpara que alumbraba tanto como una vela, las sombras se hacían grandes y deformes, la silueta de su madre en la cabecera de la mesa, negra, inmutable. Y sus ojeras, las de ella, también grandes, deformes, otras sombras. Las dos quietas, y de fondo, el ruido de las agujas de un reloj exasperante.

Un día la vieja murió. Ella la encontró acomodada en su silla erguida y pálida como siempre. Tan igual que no supo de inmediato que estaba muerta.  Cuando  cayó sobre el cajón el último montón de tierra, corrió a abrir las ventanas de la casa para que el sol volviera. Pero las arañas trabajadoras y sus telas las habían sellado.

Ella seguía sintiendo aquel olor rancio de la enferma, fue por eso que prendió fuego a la ropa de su madre, sus sábanas y su colchón, se aferraba con firmeza a la esperanza de deshacerse de el. No quería sentir más la presencia de ese cuerpo entumecido y descompuesto. Pero ese olor no se iba, al contrario, cada vez  era más fuerte.

Desesperada quería hacerlo  desaparecer, hasta que contempló horrorizada que era imposible. El tiempo y su paso habían hecho marca.

El cuerpo que se estaba pudriendo era el suyo. 

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