Olor a
encierro
Betiana
Rodriguez Usandizaga
A ella
la crió su madre, una mujer de facciones duras y siempre vestida de negro, con
ojos de zorro y mirada inquisidora, que le repetía todos los días que su deber iba a ser acompañarla como un designio inapelable.
Nada
hubo en la vida de ninguna que fuera digno de mención, sólo sabían del paso del
tiempo por las hojas arrancadas día tras día de un almanaque que colgaba en la
pared de la cocina y por la pesadez de sus cuerpos que sumaban años. A medida
que el cuerpo de la madre se achicaba su mirada era más punzante, su espalda más
rígida, parecía un hierro, tan dura y oscura. Ella, en cambio, se fue
encorvando, parecía siempre a punto de quebrarse. Pequeña, frágil, con las manos frías y la voz empañada se dedicó a cuidarla con un esmero
enloquecedor.
Una
vez un hombre intentó amarla, a ella, la de las manos frías, pero asustada cerró
todas las ventanas para que el ruido de la calle no la despertara. Eran
postigos viejos pero tan sólidos que adentro no se escuchaba nada más que la
respiración de ellas, la suya agitada, la de la madre un ronquido sordo.
Fue entonces
que el aire se comenzó a llenar de un olor nauseabundo que fue invadiendo toda
la casa, una mezcla rara de remedios y cuerpo enfermo. Llagas y ungüentos,
vendas y sangre seca, piernas tullidas, medias pegadas en la carne.
La
piel amarilla de su madre, sus quejidos, su sangre y su mierda colmaron todo el
espacio.
No
entraba luz en esas habitaciones, la humedad llenaba las paredes que habían empezado
a descascararse como su piel. La única
claridad la proporcionaba una lámpara que alumbraba tanto como una vela, las
sombras se hacían grandes y deformes, la silueta de su madre en la cabecera de
la mesa, negra, inmutable. Y sus ojeras, las de ella, también grandes,
deformes, otras sombras. Las dos quietas, y de fondo, el ruido de las agujas de
un reloj exasperante.
Un día
la vieja murió. Ella la encontró acomodada en su silla erguida y pálida como
siempre. Tan igual que no supo de inmediato que estaba muerta. Cuando
cayó sobre el cajón el último montón de tierra, corrió a abrir las
ventanas de la casa para que el sol volviera. Pero las arañas trabajadoras y
sus telas las habían sellado.
Ella seguía
sintiendo aquel olor rancio de la enferma, fue por eso que prendió fuego a la
ropa de su madre, sus sábanas y su colchón, se aferraba con firmeza a la
esperanza de deshacerse de el. No quería sentir más la presencia de ese cuerpo
entumecido y descompuesto. Pero ese olor no se iba, al contrario, cada vez era más fuerte.
Desesperada
quería hacerlo desaparecer, hasta que
contempló horrorizada que era imposible. El tiempo y su paso habían hecho
marca.
El
cuerpo que se estaba pudriendo era el suyo.
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